El introductor de esta teoría política en España fue, en realidad, Andrés Borrego, pese a que detectamos rasgos dioctrinarios en la posición de Jovellanos durante el debate sobre la forma de las Cortes, en la Junta Central, duirante la Guerra del Francés.
Trasplantada al caso español, representaría una base importante del liberalismo histórico, acorde con el carácter elitista de la monarquía de Isabel II y síntesis entre "revolución" y "conservación". Su aspiración última será conseguir libertad con orden.Por lo que respecta al período de Isabel II, los fundamentos de este sistema fueron los siguientes:
El moderantismo español, tendrá así entre sus referencias al doctrinarismo francés junto con el conservadurismo británico.
Sus elementos esenciales serán la monarquía como origen de las diferentes fases del poder; el orden que se manifestaba en una declaración de derechos individuales y de libertades públicas muy restringidas, para proteger a la Corona y al Estad de los excesos del pueblo; la libertad (teórica), la selección de los mejores en el desempeño de las funciones de Gobierno (por lo que la Corona detentaba el poder de designar libremente a los ministros, o al Senado, etc.), etc. Por ejemplo, cuando nos referimos a los mejores, este concepto se manifiesta en el sufragio capacitario de la Ley electoral de 1846, en función de la cual sólo los más pudientes y los más capaces (aunque algo menos pudientes) eran los que debían y podían ejercer el derecho a voto para el Congreso. En otros textos, como el Estatuto Real de 1834, o el proyecto presidencialista de Bravo Murillo, eran fronteras censitarias aún más restrictivas.
Así pues, en cuanto a textos constitucionales se refiere, los marcos constitucionales de 1845 y 1876 serían la expresión constitucional del doctrinarismo español. Pero, no obstante, también podrían ser textos doctrtinarios la reforma constitucional de Bravo Murillo, el Acta Adicional al texto de 1845, el Estatuto Real de 1834, el texto abortado de 1856, e incluso la Constitución de 1837 (dependiendo de autores).
Entre los doctrinarios españoles más destacados, que sustentaron ideológicamente estos textos, se puede encontrar a Francisco Martínez de la Rosa, Antonio Alcalá Galiano, Donoso Cortés o Cánovas del Castillo. Y, ya en el siglo XX, podría considerarse doctrinario el proyecto de reforma de las Leyes Fundamentales de Franco que se desarrolló tras su muerte, en 1976, a lo largo del Gobierno de Carlos Arias Navarro, en su ministro de la Gobernación, Manuel Fraga Iribarne. Genéricamente hablando, en cuanto a los fundamentos generales del sistema doctrinario, sobre todo en el siglo XIX español, tendríamos:
La Corona. La
Monarquía de Isabel II ya no es la monarquía parlamentaria de Cádiz,
sino una monarquía constitucional cuyos poderes se definen en documentos
constitucionales como el Estatuto Real de 1834 y las Constituciones de 1837 y
1845, en las que la soberanía no es nacional, sino compartida
porque las Cortes son bicamerales.
En este sistema, el Senado, tanto en
su versión más conservadora (Estatuto Real y Constitución de 1845) como en su
versión menos doctrinaria (Constitución de 1837) supone el mantenimiento
en el poder de las viejas elites del Antiguo Régimen, así como de la Corona.
La
soberanía nacional de Cádiz implicaba la primacía de las Cortes sobre el
resto de pilares del sistema, pero ahora se plantea una equiparación entre la
Monarquía y el Parlamento, que en realidad fue de primacía del Rey. En una Monarquía
Parlamentaria el Rey tiene un papel neutral y ejerce de moderador entre los
diferentes poderes, pero en una Monarquía Constitucional el Rey incluso
dispone de funciones legislativas por la soberanía compartida, además del poder
ejecutivo puesto que es él el que nombra a los gobiernos, que además no tienen
responsabilidad política, sino sólo penal. Por ello, el sistema es de doble
confianza: los Gobiernos son nombrados por el Rey y por ello disponen de su
confianza, y además tienen la del parlamento. Por tanto, el papel del monarca
es mucho más amplio que el de simple moderador.
El Parlamento. Es una institución bicameral en la que el Congreso está elegido tras
un sufragio muy censitario, y un Senado que en sus diferentes versiones es
elegido enteramente por el Rey siendo ilimitado el número de senadores, o en
parte, pero existe y constituye un importante freno a la labor legislativa.
Cuando hay una crisis el Rey puede nombrar un nuevo Gobierno, tenga mayoría en
las Cortes o no, luego disolverlas y convocar un nuevo proceso electoral basado
en el sufragio censitario, que está falseado: Las Cortes son producto de un
proceso electoral convocado tras el nombramiento del Gobierno por la Corona.
Proceso electoral que está adulterado y falseado gracias a los caciques
locales, personas que tienen poder y prestigio en las localidades en las que
residen, y que hacen que en ellas se elija al candidato deseado por el
Gobierno. Por ello es el Ejecutivo el que “fabrica” el Parlamento, y no al
revés. El partido en el poder trabaja con un legislativo dócil y de la misma
tendencia.
El Ejecutivo. Lo
constituyen los ministros nombrados por el Rey. Teóricamente están sometidos a
la confianza no sólo del Monarca sino de las Cortes, pero con el tiempo será
más importante conseguir el favor de la Corona que del Parlamento. Su poder no
se limita a ejecutar lo marcado por las leyes (ejecutivo), sino incluso a
legislar por medio de los Reales Decretos ya que las Constituciones no
especificaban las funciones del Gabinete.
Los partidos políticos fueron fundamentalmente el moderado y el progresista, y, como escisión
a la izquierda de éste último, el demócrata. Partidos que realmente funcionaban
como grupos de amigos en torno a una personalidad relevante y estaban muy
fragmentados entre ellos. Fue el moderado el que gozó del favor de la Corona,
que se apoyó en el fraude electoral para dar estabilidad a sus nombramientos.
Por ello, el progresista y el demócrata, para lograr el poder, renunciaron a
entrar en las elecciones y optaron por el retraimiento y por las
insurrecciones.
La Iglesia. Como
sistema político ubicado a medio camino entre el liberalismo radical de la
Constitución de 1812, y el sistema político-social del Antiguo Régimen, aunque
la Iglesia había perdido sus privilegios estamentales, aún permanecían muchos
de ellos. De hecho, en la mayor parte de este período, como veremos más
adelante, una pieza fundamental para deshacer los privilegios eclesiásticos,
como fueron las desamortizaciones, se congelaron. Incluso hubo algunos
políticos (vilumistas sobre todo) que defendieron que se devolvieran las
propiedades desamortizadas. Al final, tan sólo se congeló el proceso, y se
devolvió únicamente lo nacionalizado pero no vendido. Eso sí, con la
compensación de la aprobación de la Ley de mantenimiento del culto y del clero,
que obligaba al Estado a sufragar las celebraciones religiosas, y a pagar el
mantenimiento de los eclesiásticos.
Todo esto, sumado a la capacidad de las órdenes
religiosas a monopolizar la enseñanza, principalmente la secundaria, dibujó un
sistema político, económico y social en el que la Iglesia ejercía un papel
fundamental, y que se materializó en el Concordato que se firmó, por fin, en
1851, gracias al cual el Vaticano reconocía el régimen de Isabel II, frente a
los carlistas. Por ello, no existía una real separación entre la Iglesia y el
Estado, y así el doctrinarismo, como
sistema político situado a medio camino entre el superado Antiguo Régimen, y el
liberalismo puro, se terminó de perfilar.
El período en el que se desarrolla esta práctica política se divide en varias etapas: la primera de
ellas es una transición entre las regencias y la década moderada con la
Constitución de 1837 como marco jurídico fundamental, la segunda es la década
moderada propiamente dicha con la Constitución de 1845 como base jurídica, la
tercera es la revolución de 1854 y el ensayo del Bienio progresista, y,
por último, la etapa de crisis del sistema moderado que desemboca en la Revolución
Gloriosa de 1868, dejando a un lado el paréntesis de la Unión Liberal
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