viernes, 29 de octubre de 2010

Sobre el reinado de Fernando VII

Acabo de encontrar un blog de Historia que me gusta mucho. Os recomiendo que lo visitéis, porque tiene cosillas interesantes sobre el reinado de Fernado VII, que es lo que estamos viendo. Aquí os ubico el enlace.

jueves, 28 de octubre de 2010

Sobre la Década Ominosa

Ejemplos de lo acontecido en la Década Ominosa son los textos que a continuación presento y sobre los que ofrezco algunas notas aclaratorias.

Los documentos que a continuación se presentan, muestran, por un lado, la represión a que se dedicó la Corona durante el último período del reinado de Fernando VII, y, por otro, el inicio de un partido, si se quiere, carlista.

En realidad, el contenido del primero de los textos, es un anticipo del contenido del segundo. Recuérdese que, para la represión de liberales, Fernando VII no repone la Inquisición, sino crea las llamadas Juntas de purificación, ejemplo de lo cual es el documento 30.

Como consecuencia, se empieza a dibujar un cierto partido carlista, en torno a don Carlos, por los disconformes con la política del monarca, tendente a no restaurar el Antiguo Régimen, tal y como se había conocido hasta ese momento. De ahí que se publique el Manifiesto de los realistas puros, personas que se consideran a sí mismos, realistas auténticos, y por ello disgustados por la política relativamente reformista (por las exacciones extraordinarias que se plantean sobre el clero, por la no restauración de la Inquisición, por la represión de aquellos que, como el mariscal Bessières, consideraban que no estaba cumpliendo con los que habían conspirado contra los liberales del Trienio…).

El primer documento, por tanto, es un ejemplo de la represión que acometió Fernando VII tras la reasunción de la soberanía real, gracias a la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis. De esta manera, como especifica en los artículos 1, 2 y 3, se depurará a todos aquellos sospechosos de ser liberales, y se examinará a los funcionarios públicos para deducir qué ideas políticas tienen. Para ello, se servirá, como dice el artículo 5, de los informes que sean recabados por los ciudadanos más notables de cada municipio.

La consecuencia de la promulgación de un texto de esta naturaleza fue la represión y la purga de liberales hasta extremos insospechados. No obstante, no todos los partidarios del Antiguo Régimen quedaron satisfechos con la política represiva fernandina. La no reposición de la Inquisición, y el intento de desarmar a los Voluntarios Realista (en muchas ocasiones bandas de analfabetos exaltados que nombraban a sus propios oficiales, y que exigían su independencia), sumado a nuevos impuestos, que en ocasiones debían pagar también los eclesiásticos, quienes, además, se veían postergados de los cargos de decisión política, hizo que se viniese gestando una especia de oposición ultra.

Esta oposición se materializa en el documento siguiente, el Manifiesto de los Realistas Puros, grupo opositor que se prefiguró como un antecedente del carlismo, como ya hemos comentado. En este texto, los firmantes se declaran fieles defensores del Trono y de la Iglesia, pero tal y como estaban diseñados por el Antiguo Régimen más rancio, no como lo ha restaurado Fernando VIII. Este monarca se planteó algunas reformas, y trató de, en lo posible, racionalizar el Antiguo Régimen, dentro de una línea reformista que algunos historiadores como Ángel Bahamonde han calificado como de tercera vía. La asunción de estas medidas reformistas, sumado a una ejecución en exceso autoritaria de las mismas, más la represión de los movimientos ultra-reaccionarios, hizo que éstos tomaran cuerpo y que se posicionaran claramente a favor de su hermano don Carlos.


DOCUMENTO 31: EL SISTEMA DE PURIFICACIONES 27 de junio de 1823
Art. 1. Cesarán inmediatamente todos los empleos civiles que no lo hayan sido por el Rey nuestro Señor antes del atentado cometido en 7 de marzo de 1820, quedando también sin efecto los honores conseguidos desde aquella fecha, cualquiera que sea su consideración.
Art. 2. Serán repuestos todos los empleados por S.M. antes del citad día, que hayan sido separados por desafectos al llamado sistema constitucional y conservado su buena opinión.
Art. 3. Se declaran que no han perdido ésta los dichos empleados que después de haber sido separados de sus destinos no consta hayan coadyuvado a las miras del gobierno revolucionario con sus escritos, hachos positivos o proclamación de sus máximas.
Art. 4. Quedarán sujetos a la purificación de su conducta política, a efectos de continuar o ser repuestos, los empleados nombrados por S.M. antes del 7 de marzo de 1820 que al restablecimiento del sistema constitucional no quedaron separados de sus destinos, los que desde esta época han obtenido ascenso de escala o extraordinarios o variando de destino.
Art. 5. Para esta purificación se tendrán por suficientes los informes reservados de su conducta política y calificación de la opinión pública que hayan gozado los pueblos de sus respectivos destinos, tomándose a lo menos tres personas y éstas bien marcadas por su adhesión a la sagrada persona de S.M. y al gobierno real y exigiéndose individuales, positivos y precisos, sin que sirvan los genéricos y meramente negativos y sin admitir las justificaciones voluntarias de testigos presentados por los interesados.
Gaceta de Madrid, 15 de abril de 1824.
CASTELLS, Irene; MOLINER, Antonio. (2000). Crisis del Antiguo Régimen y Revolución Liberal en España (1789-1845). Barcelona. Ariel. Pág. 113-114

Estos dos textos inician el alineamiento, en torno a don Carlos, de aquellos ultra-realistas que se mostraban insatisfechos por la política excesivamente concesiva del monarca para con personas sospechosas de liberalismo (que, en realidad, eran simples reformistas de tradición ilustrada, como Cea Bermúdez o Javier de Burgos o, quizás, liberales muy moderados). Los antecedentes se podrían rastrear ya desde la Restauración, con conspiraciones de aquellos voluntarios realistas que no vieron satisfechos sus deseos de promoción dentro del ejército, o de aquellos eclesiásticos escandalizados por la política impositiva del rey.

La plasmación práctica de este partido, es decir, el momento en el que empezó a dar la cara, podría ser durante los sucesos de la Granja, donde tuvo lugar la famosa bofetada de la hermana de la reina a Calomarde, el entonces posible líder de los ultra-realistas de la Corte.

DOCUMENTO 32: LA FEDERACIÓN DE LOS REALISTAS PUROS.
Españoles: [...] La mano tiembla al estampar sobre el papel el sinnúmero de horrores que se han seguido a este memorable libertamiento de la segunda cautividad de nuestro Rey. En vez de una justa consideración a los anteriores sufrimientos de esta nación magnánima y generosa, se ha entronizado una nueva especie de arbitrariedad que es mucho más intolerable que la tiranía. Los castigos han ocupado el lugar de las recompensas y la emigración al extranjero se ha hecho ya necesidad entre todas clases, siendo el común azote de todos los partidos. Nuevas exacciones han sido requeridas de los maltratados pueblos; repetidos sacrificios se han exigido como de por fuerza al estado eclesiástico, ya para mejorar la escuadra, ya para las expediciones militares contra la insurgente América [...]. ¿Para qué tantas pruebas heroicas de nuestra lealtad y de nuestro patriotismo? Para dejarnos reducidos a la nulidad vergonzosa en que nos hallamos […]
Todo es verdad, […] pero ¿qué pudierais esperar de un Rey que mientras lavabais con vuestra sangre las manchas que él dejara sobre el trono, mientras agotabais vuestros recursos en sostén de la santa causa que él mismo no osara defender, al mismo tiempo que oponíais el escudo diamantino de vuestros ideales pechos contra el torrente impetuoso de la revolución y del jacobinismo, y por último, cuando la emulación de la más acrisolada fidelidad produjera entre nosotros rasgos sublimes de virtud, entonces ese desagradecido Monarca, apático e insensible a nuestros sacrificios y sin dolerse de ellos, pasaba sus horas alegremente jugando a la cometa desde las azoteas de Cádiz? ¿Qué pudierais prometeros de un Príncipe, cuya debilidad, plegándose a las insinuaciones del último que le habla, no ha hecho escrúpulos de firmar a un tiempo o el destierro o el patíbulo de sus mejores amigos? [...].Sabed […] que el resultado de todo cuanto hemos hecho ha sido el de colocarnos, según dejemos referido, en unan condición mucho más espinosa que aquella en que nos vimos antes del pronunciamiento de la revolución [...].
He aquí el fundamento sobre el cual levantamos la voz a la faz de la nación y de la Europa, proclamando nuestro honor, nuestra religión y nuestra independencia. De aquí deducimos la absoluta necesidad de un simultáneo pronunciamiento que, reuniendo a la mayoría del pueblo español, concentre en un objeto único la concurrencia general de todos nuestros esfuerzos. […] la santa empresa a la cual os convidamos en el nombre de nuestro Salvador Jesucristo y de Pedro y Pablo, sus apóstoles, nuestro plan [es] salvar de un golpe la Religión, la Iglesia, el Trono y el Estado.
Para esto se necesita que ante todas las cosas deroguemos del trono al estúpido y criminal Fernando de Borbón, instrumento y origen de todas nuestras adversidades, y esta medida, por violenta que parezca, es absolutamente necesaria, pues está escrito que salus populi suprema lex est [...]. Pongamos en sus divinas manos los destinos futuros de nuestra amada patria con la zozobrante nave de la Iglesia y juremos como cristianos triunfar o morir en esta santa causa. Finalmente, españoles, proclamaremos como jefe de ella a la Augusta Majestad del Sr. D. Carlos V, porque las virtudes de este príncipe excelso, su conocido carácter y magnanimidad, y su firme adhesión al clero y a la Iglesia, son otras tantas garantías que ofrecen a la España bajo el suave yugo de su paternal dominación, un reinado de piedad, de prosperidad y de ventura.
He aquí lo que deseamos en Jesucristo. Nos, los miembros de esta Católica Federación con el favor del cielo y la bendición eterna. Amén.
Madrid, a 1 de noviembre de 1826.- (Adaptado)

DOCUMENTO 33: CAUSAS DE LA GUERRA DE LOS AGRAVIADOS.
Te equivocas grandemente al suponer que tendremos paz (le decía la religiosa al joven Tilín). No, hijo mío; guerra y guerra muy empeñada y tremenda no aguarda. Todo está por hacer: con la derrota de los liberales no se ha conseguido casi nada; todo está, pues, del mismo modo; la Religión por los suelos, la Inquisición por restablecer, los conventos sin rentas, los prelados sin autoridad. Ya no tenemos aquellos gloriosísimos días en que los confesores de los reyes gobernaban a las naciones; se publican libros que no son de Religión, o le son contrarios; en pocas materias se consulta al clero, y muchas, muchísimas cosas se hacen sin consultar con él para nada. ¡Qué vergüenza! Es verdad que no hay Cortes; pero hay Consejos y ministros que son todos seglares y carecen de la divina luz del Espíritu Santo. No gobiernan los liberales, es verdad, pero ello es que sin saber cómo, gobierna algo de su espíritu, y las sectas, las infames sectas masónicas no han sido destruidas. El ejército, que se compone absolutamente de masones, no ha sido disuelto y desbaratado, y en cambio están sin organizar los voluntarios realistas. Mil novedades execrables han subsistido después de aquella horrorosa tormenta, y en cambio no funcionan ya las comisiones de purificación que habían comenzado a limpiar el reino. […]
¡Cuánta ignominia! Es verdad que se han concedido mercedes al clero, pero los primeros puestos los han atrapado los jansenistas, y están en la oscuridad hombres que pelearon con la lengua y con la espada, en el púlpito y en los campos de batalla. Andan sueltos muchos, muchísimos que fueron milicianos nacionales y asesinos de frailes y monjas, y la masonería se extiende hasta el mismísimo trono, hasta el mismo trono, Tilín.
FUENTE: PÉREZ GALDÓS, Benito (1878). Un voluntario realista. En CANAL, Jordi. (1999) El carlismo. Madrid: Alianza. Págs. 44-45.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Ejemplos de la legislación liberal en el Trienio

Los siguientes textos son ejemplos de las medidas de los liberales, concretamente de los liberales moderados, que ya se empiezan a perfilar, en lo referente a la economía y la sociedad. Ambos plantean, a nivel general, aspectos fundamentales que se desprenden de la Constitución de 1812, ahora repuesta, y del espíritu del resto de la legislación complementaria (abolición de señoríos, desamortización, desvinculaciones, abolición de gremios, decretos de libertad de comercio…). Son, por tanto, piezas básicas en el edificio liberal que se está construyendo.

Para ello, es fundamental el desmonte de la estructura jurídica del Antiguo Régimen que se repone en 1814, en virtud de un proceso político y jurídico iniciado con el Decreto de Valencia de mayo de 1814. En este sentido, la libertad económica y la limitación del poder político y económico de la Iglesia se revelan como piezas fundamentales.

El primer texto nos dice que las Cortes, después de haber observado todas las formalidades prescritas por la Constitución, han decretado lo siguiente (líneas 1 y 2). Evidentemente, esto implica que las Cortes, que ya han sido convocadas, tras la actuación de la Junta Provisional, deciden hacer uso de la soberanía de que disponen. Así, aunque su formación sea eminentemente moderada (ya se estaba empezando a dibujar la diferenciación entre liberales moderados y exaltados, que con Isabel II cristalizaría en dos partidos políticos diferenciados) deciden reimplantar la legislación y los principios inspiradores del liberalismo gaditano.

En este texto, en concreto, las Cortes suprimen los beneficios eclesiásticos. Con ello, reducen enormemente la preponderancia económica que la Iglesia disfrutaba en el Antiguo Régimen (con las salvedades de todos conocidas de desamortización con los Habsburgo, con Carlos III, con Godoy…) y se permitía tan sólo el disfrute de los bienes necesarios para la supervivencia.

Además, estos bienes se destinaban a sufragar el crédito público, como se especifica en el artículo 24. Es parte, esta medida, de un paquete de decisiones que tienen como objetivo satisfacer las deudas que tenía contraídas el Estado, y que se arrastraban desde la centuria anterior. Deudas que se agravaron con la Guerra de la Independencia, y con la pérdida del imperio de Ultramar. Por ello, esta pieza es una más del engranaje diseñado ya desde el período de Godoy, con la desamortización de 1798, y que continuó con la de 1813, ya más general y masiva.

La consecuencias lógicas de este texto son varias: a nivel político, las Cortes hacen efectiva la soberanía de que disponen. A nivel económico, se trata de enjugar el crédito público, y de poner en circulación bienes que antes no lo estaban. A nivel social, se trata de eliminar los privilegios económicos de la Iglesia, haciendo efectiva la legendaria aspiración de los ilustrados más radicales del siglo XVIII. Incluso se podría interpretar que esta medida se incluye dentro del regalismo propio de los liberales, pese a la existencia del artículo 12 de la Constitución de Cádiz.

El segundo documento, por su parte, es la supresión de las vinculaciones de bienes a una familia. Lo que desde las leyes de Toro de 1505 se conocía como mayorazgos.

Para ello, Las Cortes, después de haber observado todas las formalidades prescritas por la Constitución, han decretado lo siguiente: es decir, los diputados, haciendo uso de la soberanía que en ellos ha delegado el pueblo, decide deshacer los vínculos que existían entre los lotes de tierras, y las familias que los detentaban, convirtiendo estos bienes en libres y sujetos a las leyes del marcado.

Como consecuencia, este decreto venía a sancionar la individualización en la propiedad de las tierras, frente al concepto colectivo de propiedad propio del Antiguo Régimen. Además, ponía en circulación mercantil bienes que estaban, hasta ese momento, apartados de las leyes del mercado.

Son todos ellos conceptos propios del nuevo sistema, del liberalismo, visto desde los ángulos político, social, económico, e incluso de las mentalidades. Por ello, estos dos textos son piezas básicas que contribuyeron a desmontar el Antiguo Régimen, y dos instrumentos dentro de este primer intento de ensayar un sistema liberal en España.

Como sabemos, este intento no cuajó. Los hechos acaecidos en 1823 frustraron esta segunda experiencia liberal, tras la de 1810-1814. Hasta mucho más tarde no se volvería a ensayar, y siempre a causa de unas circunstancias bélicas.

DOCUMENTO 22: SUPRESIÓN DE MONACALES Y REFORMA DE REGULARES.
Las Cortes, después de haber observado todas las formalidades prescritas por la Constitución, han decretado lo siguiente:
I. Se suprimen todos los monasterios de las órdenes monacales…
III. Los beneficios unidos a los monasterios y conventos que se suprimen por esta ley quedan restituidos a su primitiva libertad y provisión real y ordinaria, respectivamente…
XXIII. Todos los bienes muebles e inmuebles de los monasterios, conventos y colegios que se suprimen ahora, o que se supriman en lo sucesivo… quedan aplicados al crédito público, pero sujetos como hasta aquí a las cargas de la justicia que tengan, así civiles como eclesiásticas.
XXIV. Si alguna de las comunidades religiosas de ambos sexos que deben subsistir resultase tener rentas superiores a las precisas para su decente subsistencia y demás atenciones de su instituto, se aplicarán al crédito público todos sus sobrantes.
XXVII. Los jefes políticos custodiarán todos los archivos, cuadros, libros y efectos de biblioteca de los conventos suprimidos, y tramitarán inventarios al Gobierno, quien pasará los originales a las Cortes para que éstas destinen a su biblioteca lo que tengan por conducente, según el reglamento aprobado por las ordinarias.
CASTELLS, Irene; MOLINER, Antonio. (2000). Crisis del Antiguo Régimen y Revolución Liberal en España (1789-1845). Barcelona. Ariel. Págs. 103-104

DOCUMENTO 23: SUPRESIÓN DE TODA ESPECIE DE VINCULACIONES. Decreto de 27 de septiembre de 1820.
Las Cortes, después de haber observado todas las formalidades prescritas por la Constitución, han decretado lo siguiente:
II. Quedan suprimidos todos los mayorazgos, fideicomisos, patronatos y cualesquiera otra especie de vinculaciones de bienes raíces, mueble, semovientes, censos, juros, foros, o de cualquier otra naturaleza, los cuales se restituyen desde ahora a la clase de absolutamente libres.
III. Los poseedores actuales de las vinculaciones suprimidas en el artículo anterior podrán desde luego disponer libremente como propios la mitad de los bienes en que aquéllas consistieran, y después de su muerte pasará la otra mitad al que debía suceder inmediatamente en el mayorazgo, si subsistiese, para que pueda también disponer de ella libremente como dueño. Esta mitad que se reserva al sucesor inmediato no será nunca responsable a las deudas contraídas o que se posean por el poseedor actual.
IV. Para que pueda tener efecto lo dispuesto en el artículo precedente, siempre que el poseedor actual quiera enajenar el todo o parte de su mitad de bienes vinculados hasta ahora, se hará formal tasación y división de todos ellos con rigurosa igualdad y con intervención del sucesor inmediato, y si éste fuere desconocido, o se hallare bajo a patria potestad del poseedor actual, intervendrá en su nombre el procurador síndico del pueblo donde resida el poseedor, sin exigir por esto derechos ni emolumento alguno. Si faltasen los requisitos expresados, será nulo el contrato de enajenación que se celebre.
XIV. Nadie podrá en lo sucesivo, aunque sea por vía de mejora ni por otro título ni pretexto, fundar mayorazgo, fideicomiso, patronato, capellanía, obra pía ni vinculación alguna sobre ninguna clase de bienes o derechos, ni prohibir directa o indirectamente su enajenación. Tampoco podrá nadie vincular accione sobre bancos u otros fondos extranjeros.

CASTELLS, Irene; MOLINER, Antonio. (2000). Crisis del Antiguo Régimen y Revolución Liberal en España (1789-1845). Barcelona. Ariel. Pág. 106

martes, 26 de octubre de 2010

Video sobre el Trienio Liberal

Aquí tenéis un video sobre el Trienio Liberal, que complementa las entradas anteriores. Lo he encontrado en http://www.youtube.com/watch?v=A-Y_4eHJPSM

El Trienio Liberal II

Con la reunión de las Cortes el 9 de julio en el palacio de doña María de Aragón, (de mayoría moderada), se inició la segunda etapa. Lo primero que hicieron las Cortes fue afrontar el problema del Ejército de la Isla, que con sus jefes ascendidos al generalato, exigía una recompensa por su labor en la revolución, y que preveía que se le concediera cuando llegara a Madrid desde Andalucía. Por ello, algunos moderados pensaron con miedo que podrían dar golpe de Estado.

Como consecuencia, se mandó disolver el ejército, pero las algaradas que se produjeron en Cádiz y San Fernando obligaron a dimitir al ministro de Guerra, marqués de las Amarillas, y tuvo que ser llamado Riego a Madrid para separarlo de sus tropas con el pretexto de concederle la capitanía de Galicia.

El flamante general con su falta de discreción y su incontinencia verbal, en un homenaje que le dio en Madrid la Sociedad Patriótica La Fontana de Oro, se enfrentó directamente con el jefe político de Madrid en una función que organizó en su honor en el Teatro Príncipe.

Por ello, Riego fue inmediatamente destituido como capitán general de Galicia. La reacción fue fulminante: algaradas y motines callejeros contribuyeron al enturbiamiento del ambiente festivo liberal. Empezaba así a ahondarse el abismo entre las dos formas de entender la revolución.

La lucha se trasladó a las Cortes cuyas sesiones adquirieron un tono violento planteándose el dilema entre la libertad sin orden y el orden sin libertad, entre los moderados y exaltados.

La destitución de Riego (fue trasladado a Oviedo), supuso a partir de ese momento que los liberales dejasen de ser un bloque monopolítico para dividirse en dos tendencias: los primeros llamados doceañistas, por haber participado en las Cortes de Cádiz, y los segundos veinteañistas. Para éstos últimos la revolución no había llegado a su fin, por lo que había que seguir luchando y cambiarlo todo. La institución monárquica era puramente accidental, aunque no pensasen en su supresión, buscaban el apoyo popular, comenzaron a ser llamados exaltados.

El problema de las Sociedades patrióticas fue otro foco de conflictos. Eran reuniones de liberales en lugares públicos, normalmente cafés, donde los ciudadanos subidos en sillas, improvisaban arengas encaminadas a celebrar el advenimiento de la libertad. Para evitar manifestaciones y algaradas como las ocurridas durante la estancia de Riego, las Sociedades patrióticas fueron suprimidas porque no eran necesarias para el ejercicio de una libertad que los moderados consideraban suficiente. No obstante, permitieron formar grupos de oradores, mientras que no se constituyan en sociedades.

Los exaltados, hicieron caso omiso a la prohibición y algunas sociedades como La Fontana y la Gran Cruz de Malta continuaron existiendo y La Landaburiana se creó después.

Más influyentes que las sociedades patrióticas fueron las Sociedades secretas como la masonería, que tuvo una participación en la preparación del pronunciamiento de Cabezas de San Juan. Estas sociedades trataron de conseguir cotas de poder político mediante el dominio de ciertos ministerios. También en estas sociedades se manifestó la división entre exaltados y moderados, ya que se escidieron los más radicales que formaron la sociedad secreta de los comuneros e hijos y vengadores de Padilla: la Comunería debía ser considerada como un movimiento en defensa de la Constitución con claro matiz nacionalista donde el supremo jerarca se llamaba el Gran Castellano y ejercía su poder sobre comunidades, merindades, castillos, fortalezas y torres.

En lo tocante al tema económico, en la etapa moderada se sentaron las bases del sistema hacendístico y de la política económica que iba a regir durante el Trienio Liberal. Como es evidente, se iban a seguir las premisas de lo que había ocurrido en Cádiz.

El plan de Hacienda presentada a las Cortes tenía dos objetivos: aumentar los ingresos del erario sin recargar los impuestos y equilibrar el presupuesto. Esto sólo se podría alcanzar aumentando la riqueza interna con la colaboración de la propia Hacienda y de la acción gubernamental.

El primer programa económico del Trienio Liberal contempló los siguientes puntos: necesidad de conocer la verdadera situación del país, para lo que se imponía la recopilación de datos fiables (con la reforma de Martín de Garay, que no cuajó, se adulteraron muchos datos), reparación de las pérdidas ocasionadas por la guerra y consiguiente sacrificio del erario, reconocimiento propio como potencia de segundo orden (y, por ello, asunción de la pérdida de las colonias) y mantenimiento de la paz, tanto exterior e interior como con las posesiones ultramarinas; protección al trabajo; cotización sobre el producto líquido de las rentas (lo cual era claramente revolucionario) y elaboración de un presupuesto de gastos de acuerdo con las posibilidades de los contribuyentes.

Con este programa se estableció el sistema que iba a regir durante el Trienio Liberal. De él se deduce una notable disminución de los ingresos, en parte debida al retroceso de la actividad económica, en parte deliberada para aliviar al
contribuyente y favorecer la producción. Este proyecto sólo podía llevarse a cabo con un momentáneo endeudamiento previsto en el presupuesto de 1821 en 200 millones de reales.

Con estas medidas los liberales intentaron resolver el problema de la acuciante Deuda, y sanear la situación económica. Pe3ro para ello el país debía dejar de lado las estructuras del Antiguo Régimen, lo cual fue imposible en tan breve tiempo. Recordemos, por ejemplo, que la Desamortización de Madoz, legislada en 1855, duró hasta 1924.

Las Cortes continuaron las reformas inconclusas en la etapa gaditana, destacando la legislación socio-religiosa con la supresión de las vinculaciones, la prohibición a la Iglesia de adquirir bienes inmuebles, la reducción del diezmo, la supresión de la Compañía de Jesús y la reforma de las comunidades religiosas.

Esta ley suprimía todos los monasterios de las órdenes monacales, prohibía fundar nuevas casas y aceptar nuevos miembros, al mismo tiempo que facilitaba 100 ducados a todos aquellos religiosos o monjas que abandonasen su orden. Los liberales buscaban con estas reformas aumentar los ingresos del Estado y quebrantar cualquier
oposición religiosa a su política. En este segundo objetivo consiguió un efecto contrario: el rey y sus partidarios decidieron hacer frente de modo activo al proceso revolucionario, y el rey con el apoyo del nuncio, se negó en principio a sancionar la ley.

El enfrentamiento entre el rey y los liberales (tanto exaltados como moderados) fue constante, comenzando siempre con una actitud de firmeza por parte del monarca y terminando con su claudicación. Tal vez la crisis más famosa ocurrió cuando en el discurso, escrito por Argüelles, de apertura de las Cortes el 1 de marzo de 1821, Fernando VII introdujo, la coletilla, quejándose de la falta de autoridad del
Gobierno ante los ultrajes y desacatos de todas clases cometidos a mi dignidad y decoro contra lo que exige el orden y el respeto que se me debe como rey constitucional.

De la crisis de la coletilla salió un nuevo Gobierno moderado que marcó una segunda etapa en el Trienio Liberal y que se caracterizó por el desbordamiento de los moderados tanto por los liberales exaltados como por los realistas.

El nuevo Gobierno decidió ser eminentemente realizador, que en plano económico se concretó en un ajuste del presupuesto con un déficit previsto de más de 550 millones de reales, en un crédito extranjero por importe de 300 millones, en la devaluación monetaria y en la emisión de un empréstito nacional que no logró a cubrirse.

Por su parte, las Cortes llevaron a cabo dos importantes reformas administrativas que tenían en común la imposición de un centralismo muchos más exigente que el borbónico. La 1ª de ellas fue la división de España en 52 provincias, y el
robustecimiento de los correspondientes organismos, diputaciones y tesorerías que debían permitir una mejor y mayor recaudación tributaria. La 2ª, La Ley de Instrucción Pública, que, como sabemos establecía tres etapas de enseñanza que se hicieron clásicas, primaria, media y superior, fijaba en 10 el número de universidades y cercenaba la autonomía universitaria al establecer unos planes de estudios idénticos en todo el país. Con ello, se continuaba con la línea centralizadora iniciada en la división administrativa, y que estaba en total consonancia. Recordemos que el jefe político, que era el cargo que se situaba al frente de cada provincia, era un representante del poder central que precisamente tenía, entre sus atribuciones, la gestión de la educación en su ámbito de actuación.

Otro problema muy serio que tuvo lugar en este momento fue la revolución exaltada. Ésta se manifestó mediante una serie de alzamientos a lo largo de toda
España, a partir de octubre de 1921. Los centros principales fueron Cádiz y La Coruña, al igual que la habían sido a comienzos de 1820, y sus líderes- Riego, Quiroga y Espoz y Mina- los mismos que se alzaron ese año.

Esta revuelta se inició en Zaragoza donde Riego, que había sido nombrado capitán general de Aragón, estaba relacionado con dos conspiradores franceses republicanos.

El general Riego fue destituido a causa de un informe del jefe político de Zaragoza. El nuevo capitán general, Ricardo Álava, logró restablecer precariamente el orden público y en Madrid, a pesar de haberse clausurado una vez más la Sociedad patriótica La Fontana de Oro, otra asonada se produjo la noche del 18 de septiembre, siendo reprimida enérgicamente por el jefe político Martínez San Martín mediante cargas de caballería y, pasada la medianoche el Gobierno controlaba la situación.

Cádiz y La Coruña se mantuvieron al margen del Gobierno, desarrollándose auténticas escenas de anarquía. En Galicia, la rebelión fue encabezada por el propio capitán general, Espoz y Mina, que publicó un manifiesto denunciando el “feroz absolutismo del Gobierno servil que había en Madrid”. Sin embargo, los exaltados no consiguieron el triunfo total en Galicia por la decidida intervención del general Latre que pudo atrincherarse en Lugo e impedir el avance de Mina hacia el interior.

Aunque no llegó a una situación de guerra civil, el Gobierno tuvo que transigir con los rebeldes exaltados concediéndoles paulatinamente lo que en el fondo buscaban: una participación en los resortes del poder.

Los menos extremistas de los exaltados negociaron con algunos moderados y en medio de un clima de entendimiento lograron prácticamente todo los que pedían. Cuatro ministros abandonaron el Gobierno, y poco después una nueva crisis ministerial dio entrada a un nuevo Gabinete de los moderados presidido por Martínez de la Rosa, llamado Rosita la Pastelera por su espíritu conciliador, que proyectó una reforma constitucional con Cortes bicamerales, claro anticipo del Estatuto Real Isabelino.

La pérdida de las elecciones de 1822 por los moderados y el que la intentona de la Guardia de Infantería de palacio fuera abortada por la Milicia Nacional y no por el Gobierno el 17 de julio hizo saltar el gobierno moderado de Martínez de la Rosa.

A partir de julio de 1822 el poder ejercido por los exaltados con el Gobierno de Evaristo de San Miguel primero y posteriormente cuando ya había comenzado la intervención francesa con el Álvaro Flórez de Estrada. Pero este triunfo no supuso resolver los problemas que acuciaban al país.

La falta de autoridad vino, en primer lugar por la incapacidad de los ministros, reconocida posteriormente por el propio San Miguel.

El apoyo incondicional y absoluto de la masonería trajo consigo la oposición de los moderados; una oposición a todos los niveles porque el Gobierno removió a la mayor parte de los empleados de la Administración. Finalmente las potencias de la Quíntuple Alianza amenazaron con intervenir. La falta de autoridad del Gobierno se tradujo en un endurecimiento de la vida política, que adquirió las connotaciones propias de un ambiente de guerra civil con posturas irreconciliables y acciones extremistas como matanzas, deportaciones y destrucciones.

El problema que definitivamente acabó con este período liberal fue la contrarrevolución realista que, comenzando con pequeños alzamientos, terminó convirtiéndose en la primera guerra civil de la historia contemporánea en España.

En esta contrarrevolución actuaron tres elementos diferentes que normalmente no estaban conjuntados sino dispersos. El 1º El rey, que a lo largo de todo el Trienio vivió su experiencia de monarca constitucional sin la menor voluntad de entendimiento con las Cortes y con el Gobierno. En el ejercicio de sus funciones favoreció las opciones políticas más moderadas, toleró, si no estimuló, las iniciativas subversivas de la Guardia Real y usó el veto hasta el límite permitido por la Constitución.

Además, Fernando VII conculcó la Constitución que había jurado y por la que había prometido marchar francamente, con medidas como el nombramiento de un capitán general para Madrid sin el preceptivo refrendo ministerial, la protección que brindó en el palacio real a los guardias rebeldes a la autoridad militar y la demanda de una intervención militar de las potencias legitimistas como única solución para recuperar el poder autoritario que había practicado a su regreso de Francia.

En 2º lugar, está la resolución armada de forma de partidas, con precedente en las guerrillas de la Guerra de la Independencia, sin organización entre ellas ni unificación de mandos. Las proclamas muestran una oposición frontal al régimen liberal, pero no una vuelta pura y simple al pasado sino más bien la edificación de un nuevo régimen con un carácter renovador, en el que la soberanía de Fernando VII sea algo más que un símbolo.

Estas protestas se manifestaron en la creación de dos Juntas realistas: una, en Bayona, capitaneada por el general Eguía, y otra, en Toulouse, dirigida por el marqués de Mataflorida, que por exigencia francesa conquistó la plaza fuerte de Urgell, estableciendo una Regencia que logró reunir a 13.000 hombres con el fin de rescatar al rey de manos de los liberales.

Esta regencia fue incapaz de vencer a las tropas liberales al mando de Espoz y Mina, por la carencia de recursos económicos. El triunfo de las armas liberales llevó a la Regencia a refugiarse en Llivia y posteriormente a internarse en Francia.

La impotencia de los realistas para vencer al liberalismo, junto con la petición de ayuda de Fernando VII, forzó la intervención militar extranjera en los asuntos internos españoles decretada el 20 de octubre de 1822 en el Congreso de Verona. La invasión, que se encomendó a Francia por la desconfianza que provocaba en la cancillería austriaca la posible participación rusa, se inició el 7 de abril de 1823.

A diferencia de lo ocurrido años antes, no se produjo la resistencia popular que esperaba el Gobierno liberal y los tres ejércitos formados precipitadamente al mando de Espoz y Mina, Ballesteros y el conde de La Bisbal se rindieron sin apenas combatir. Los Cien Mil Hijos de San Luis al mando del duque de Angulema, encontraron poca oposición. Esto fue debido por el descontento con la política económica y sobre todo en los medios agrarios, que repercutió en el deterioro del sistema político constitucional del Trienio, incrementado por la mala cosecha de 1822 creando condiciones adecuadas para un gran levantamiento rural.
A finales de la primavera de 1823, el Gobierno liberal tuvo que evacuar Madrid y se trasladó a Sevilla junto con las Cortes y con el rey, a pesar de que éste había alegado un ataque de gota. La derrota de las fuerzas gubernamentales en Despeñaperros, obligó un nuevo traslado a Cádiz, que se pudo hacer declarando loco al rey, hecho que Fernando VII nunca perdonaría y creando una Regencia encargada del poder ejecutivo.

Una vez en Cádiz, tuvo lugar el único combate de las tropas francesas: el asalto al poco defendido fuerte del Trocadero. El 29 de septiembre las Cortes decidieron dejar libre al rey y negociar con el duque de Angulema. Con ello finalizó el segundo episodio de la REVOLUCIÓN LIBERAL española y se abrió el último período de existencia del Antiguo Régimen en España.

El Trienio Liberal I

El segundo ensayo liberal se inicia el 7 de marzo de 1820, cuando Fernando VII promete respetar la legislación y los principios básicos liberales. De esta forma, jura la Constitución de 1812 el día 9, y así se inicia un interesante período de tres años, en el que se intentó de nuevo, e infructuosamente, implantar en España el liberalismo.  

Este período de tres años se puede dividir en diferentes etapas. La primera de ellas, es conocida como la etapa de la Junta Provisional, que dura hasta la reunión solemne de las Cortes el 9 de julio. En este momento, el Trienio liberal entra en una nueva etapa.

Respecto a la Junta, ésta fue impuesta por Fernando VII el 9 de marzo, y su objetivo fue asegurar el éxito de la sublevación de signo liberal iniciada el 1 de enero en Cabezas de San Juan por el ejército expedicionario destinado a combatir los movimientos independentistas de las colonias americanas. Como consecuencia, podemos deducir que, en principio, la imposición del rey hizo que fuera relativamente moderada. 

Estuvo presidida por el cardenal Borbón y formada por diez reconocidos liberales, pero no los más
relevantes, puesto que los más importantes de las Cortes de Cádiz estaban encarcelados, desterrados o exiliados.

Fue, en su origen, un  órgano consultivo. No obstante, con el paso del tiempo ejerció amplísimos poderes y gobernó el país en la sombra, ya que sus dictámenes, acordados generalmente por unanimidad, nunca tuvieron carácter público. Sin embargo, las decisiones importantes pasaron por sus manos y necesitaron su aprobación en una suma de facultades propias de una Regencia Provisional.

A nivel de conceptos políticos, debemos recordar que en ella se depositó la soberanía nacional hasta que unas nuevas Cortes elegidas por el pueblo la ejercieran. Por este motivo, tenía más autoridad que las Juntas provisionales que se crearon a partir de febrero (que eran mucho más radicales), y que incluso estuviera por encima del Gobierno y de Fernando VII. De esta forma, ejerció el poder sin Cortes, pero recordemos que de forma interina.

Tras la firma de la Constitución de 1812 por Fernando VII se legalizaba toda la obra legal de las Cortes de Cádiz, y por ello se volvía a intentar, como ya hemos comentado, la implantación del liberalismo. Se promulgaron, por tanto, los decretos que deshicieron el Antiguo Régimen a nivel social, económico y político. No obstante, esta vuelta a lo que ocurrió en Cádiz no era posible, ya que el propio Rey había sido el protagonista de una muy intensa represión de los liberales. Además, en principio, constitucionalmente este período era ilegal, porque no fue el rey el que eligió al Gobierno, sino la Junta, porque el monarca, pese a lo que había publicado en 1820, no aceptó a ministros claramente liberales, como Agustín Argüelles.

Como consecuencia, la Junta cedió ante las presiones de liberales más extremistas como eran los que formaban las Juntas provinciales y las Sociedades patrióticas. Éstos se negaron a aceptar a ministros como  Amarillas (guerra), Salazar (Marina) y Parga (Gobernación de la Península). Ministros que eran nbombrados por la Junta Porvisional, y que eran de marcado carácter moderado.

Esta etapa provisional, muy tensa entre la Junta y Fernando VII, sólo podía cerrarse con la convocatoria de Cortes, que se hizo de forma que fueran ordinarias. De esta manera, se imposibilitaba que se reformara la Constitución de 1812, lo cual habría ocurrido si se hubieran convocado Cortes Constituyentes.

El Nuevo Régimen contó en la cúspide del poder con el rey, poco dispuesto a colaborar en su implantación, el Gobierno, primero a la medida del monarca y del régimen derrocado, después a la del sistema constitucional, y con la Junta provisional encargada de realizar la transición. Esta Junta, como ya hemos visto, se vio muy presionada por las Juntas Provinciales y por las Sociedades Patrióticas y el ejército más imbuido de ideas liberales, con lo que su actuación se fue radicalizando poco a poco.                                                                   

Sobre la conducta del rey, hay que decir que en los primeros meses pasó por dos fases. La primera hasta el 22 de marzo, se caracterizó por la resistencia total a medidas que desembocaran en lla implantación efectiva de la soberanía nacional. No obstante, con la formación del nuevo Gobierno y con la convocatoria a Cortes, y sin apoyo interior ni exterior, a Fernando VII no le quedó más remedio que resignarse.

La Junta, por su parte, fue respetuosa pero firme con el rey, de modo que en la diaria discusión de los asuntos de Estado dejó testimonio patente de la desconfianza en la intención y actuación real, mientras que transmitió a la opinión pública un convencimiento de su buena voluntad que estaba lejos de sentir.

El Gobierno, tanto el antiguo como el provisional o el llamado constitucional, careció casi por completo de autoridad. Quien tenía el poder efectivo era la Junta, y su competencia quedó reducida, a las cuestiones de trámite, a la preparación de trabajos para las futuras Cortes y a la consulta y cumplimiento de las
resoluciones de la Junta Provisional.

Un problema muy serio fueron las Juntas provinciales, muy radicales, que debían disolverse automáticamente en el momento en que la soberanía pasase a las Cortes. Estas Juntas no sólo funcionaron como entes autónomos en sus propios territorios antes del juramento del rey, sino que pretendieron continuar en la misma línea después de él. Siguieron manejando los fondos de las rentas, con grave perjuicio para el erario y pusieron en vigor normas como la supresión del derecho de puertas que el Gobierno central no había sancionado. En cambio se resistieron a obedecer aquellas medidas que de alguna manera socavasen su autoridad, como reposición de las Diputaciones de 1814 o la reorganización de sus respectivos ejércitos, y presionaron para que se formase un nuevo gobierno y se destituyese a los ministros sospechosos (Amarillas, Salazar y Parga), persecución de no adictos etc.

Respecto a las Sociedades patrióticas, eran asociaciones de ideología liberal que disponían de una importante fuerza política. Esta fuerza se debió a que u fuerza radicó en la influína considerablemente en la opinión pública (de los que sabían leer, claro está). Como en el caso de las Juntas provinciales, el poder central utilizó su influencia para respaldar su propia política, pero se negó a admitir cualquier propuesta que socavase su autoridad, máxime si iba acompañada de una manifestación pública como la petición de dimisión del ministro de guerra, el marqués de las Amarillas.

Otro problema al que se tuvo que enfrentar esta Junta fue el Ejército de la Isla, el que se había sublevado con Riego.  Estos militares habían conseguido la revolución, y por ello tenían mucho prestigio.No obstante, la Junta no contó con sus jefes para tareas de gobierno, por lo que se enfrentaron a ella.  Así se inició la espiral que llevaría a la toma del poder a la fracción exaltada. De esta forma, dentro de la familia liberal empezó a gestarse la división entre éstos, exaltados, y los moderados.

Los moderados trataron de contener a los realistas y uniformar al país bajo el credo liberal pero no consiguieron la unidad de pensamiento. Discutieron con los exaltados por cuestiones como la exigencia generalizada de juramento a la Constitución, enseñanza de la Ley fundamental desde el púlpito y la escuela, la separación de empleados de sus puestos por razones políticas...

Otro elemento opositor fue la Iglesia, que perdió su enorme influencia, y que se oponía a la disminución de las atribuciones de la Corona, que mermaba su propio poder. La supresión del Tribunal de la Inquisición y la ley de Libertad e Imprenta supusieron para la Iglesia un serio recorte a su ascendiente cultural y político. Otras medidas como la obligación de predicar la Constitución no estuvieron exentas de revanchismo, y otras relativas secularizaciones y prohibición de nuevas profesiones, así como venta de fincas, con el fin de disminuir el clero regular en número y poder económico. Las protestas de la Santa Sede y hostilidad del alto clero aumentaron a la vez que se ponía en vigor la legislación gaditana. Esto alimentó un creciente anticlericalismo durante el Trienio.

A los problemas existentes hay que añadir el temor a una intervención europea, de tal modo que la política exterior se redujo prácticamente a un aspecto más de la política interior. En consecuencia, los principales esfuerzos se dirigieron a mitigar toda impresión desfavorable sobre el Nuevo Régimen y así evitar la injerencia exterior. De momento se conjuró un ataque armado y una advertencia oficial a las Cortes, a una política intervencionista por falta de apoyo de Londres y Viena, pero sin descarar una acción posterior a tenor de los
acontecimientos.

A los problemas existentes se vino a sumar la precaria situación económica heredada de épocas anteriores y los costes derivados de la propia coyuntura revolucionaria. El legado de Carlos IV se agudizó con el empobrecimiento general causado por la guerra de la Independencia, el mantenimiento de un ejército para sofocar los movimientos independentistas de las colonias y la ausencia de caudales americanos. Los gastos extraordinarios por el retorno de Napoleón a Francia y la fiebre amarilla en Andalucía aumentaron todavía más las penalidades. 

A esta crisis interna se superpuso la crisis internacional de precios y la falta de un adecuado mercado nacional que colocaran al país en una posición favorable al cambio político y viceversa: la situación económica no fue buena aliada para la consolidación del nuevo sistema. La propia revolución aportó en los primeros meses más factores desfavorables: debido a la autonomía de las regiones donde se iba proclamando la Constitución, a la falta de confianza en un gobierno provisional erigido al margen de ellas y a la escasez crónica del erario, la nación estuvo al borde de la suspensión de pagos. 

La Junta se trazó una política de supervivencia que permitiese llegar hasta la reunión de las Cortes. Infundir confianza en la transición era primordial, para que las provincias aportasen sus caudales y Tesorería. Para ello se llevó a cabo la reforma administrativa de la Hacienda señalada por la legislación gaditana y se tendió al ahorro del gasto público, el control de los funcionarios y de los ingresos, así como el pago de los gastos más urgentes. Para recabar fondos recurrieron a solicitar un préstamo a los comerciantes y a mantener el sistema tributario del Antiguo Régimen para evitar el colapso de la Hacienda. Objetivos que no llegaron a alcanzarse, por los enfrentamientos con los conservadores.

Con ello, se pasó a un nuevo período, el período moderado. 

lunes, 25 de octubre de 2010

Sobre la reforma de Martín de Garay

Como sabemos, tras el golpe de Estado que supuso el Decreto de Valencia de 1814, Fernando VII repuso las instituciones propias del Antiguo Régimen. No obstante, a los problemas intrínsecos derivados de la propia esencia de este sistema, había que añadir los problemas coyunturales del período, muy convulso tras la Guerra de la Independencia, y agravados por la progresiva pérdida de las colonias.

En este contexto, el problema del déficit de la Hacienda crecía y crecía. La única solución parecía ser la creación de un sistema impositivo en el que hubiera un solo impuesto. No obstante, la contribución única, a pesar de ser equitativa, engendraba serias dificultades para evaluar la riqueza, con lo que la cantidad recaudada disminuía y daba origen además a un descontento popular, mientras que el sistema tradicional, el sistema propio del Antiguo Régimen, de imposiciones indirectas, aseguraba los ingresos del Estado por la experiencia con que contaban y gozaba de la aceptación del pueblo, por lo tanto resultaba eficiente.

Por todo ello, se necesitaba buscar un sistema que combinase ambas formas de impuestos. A lo largo del siglo XIX se experimentaron sucesivas reformas que conducirían en 1845 al sistema mixto de Mon. Garay fue un episodio más en es proceso.

De esta forma, en marzo de 1817 presentó su plan de reforma de la Hacienda, que sería aprobado después de un amplio debate en el Consejo de Estado, el 30 mayo. Había partido de la labor realizada por la junta de Hacienda presidida por Ibarra que le había precedido. Garay recortó el gasto público, a través de un presupuesto anual - era la primera vez, después de haberlo planteado las Cortes, que se afrontaba un plan presupuestario de un modo efectivo en España- que fijaba una determinaba cantidad inalterable para cada ministerio, y reducción de los empleos a cargo del Estado, límite de los sueldos de los funcionarios y otras medidas encaminadas a saldar el déficit presupuestario. Era, por tanto, una medida muy interesante encaminada a reducir el agobiante déficit que se arrastraba desde Carlos IV, y que se había agravado tras las últimas guerras.

Proponía a continuación una reforma del sistema fiscal. Consistía ésta en la supresión de las rentas provinciales (de las cuales se beneficiaban según Garay los poderosos que se libraban de pagarlas y los empleados que vivían de ellas) a cambio de la imposición de impuestos directos a través de una contribución general similar a la “única” de Aragón (aquella que se había creado a raíz de los Decretos de Nueva Planta), a la que se había de añadir un impuesto de 30 millones de reales que debía pagar la Iglesia y otra serie de contribuciones como las que se aplicaban sobre los salarios de empleados. Por todo ello, nos encontramos ante medidas novedosas, sobre todo dentro del Antiguo Régimen.

Estos medidas se combinaban con imposiciones indirectas en las ciudades y pueblos importantes como los derechos de puertas, las rentas de aduanas y puertos y las estancadas o monopolios fiscales. Además, Martín de Garay eliminaba con su sistema las aduanas interiores, lo cual debía producir necesariamente el desarrollo del comercio, la industria y la agricultura. Como es evidente, esto estaba inspirado en los principios de libre mercado de los liberales, un avance enorme en esta época.

Sin embargo, por esto mismo Garay se enfrentaba a las desigualdades derivadas de la estructura social del Antiguo Régimen, así como a los privilegios de las provincias exentas y recoge las palabras de Garay en las que manifiesta su incomprensión hacia lo que consideraba que originaban las desigualdades, es decir, el beneficio de la mitad de los españoles a costa del sacrificio de la otra mitad.

Para hacer efectivo el plan era preciso establecer unos cupos provinciales que repartiesen la carga impositiva. El repartimiento general correría a cargo de la Dirección General de Rentas, que lo remitiría a la Contaduría General. Ésta, partiendo de una cifra aproximada basada en las recaudaciones anteriores, marcaría el reparto por provincias. En cada una de ellas el intendente se lo haría saber a los pueblos donde una junta formada por el regidor, alcalde mayor, el obispo o párroco más antiguo, el regidor decano, el síndico personero o del común y el secretario del ayuntamiento elegirían a dos de entre ellos para proceder al repartimiento individual. Se contemplaba un procedimiento estadístico de evaluación de la riqueza que debía sufrir ajustes según marcase la experiencia del primer año. ES decir, el procedimiento requería que cada localidad publicase una especie de Cuadernos de Riqueza, donde se reflejasen los recursos de que disponía cada población, y así aplicar en ella el cupo correspondiente.

Sin embargo, Martín de Garay se enfrentó a importantes problemas: las juntas formadas por los notables de las ciudades o pueblos no tenían demasiado interés en resolver la tarea que se les presentaba y se les pidió que elaborasen unos cálculos sobre el rendimiento de cada actividad económica que estaban muy lejos de sus capacidades.

Después de acabar su plan de reforma de la Hacienda se aplicó en estudiar el problema del Crédito Público. Para ello, definió la deuda pública como un contrato recíproco entre el Estado y el individuo acreedor, que con justicia tendría que reclamar su cumplimiento cuando la nación estuviese en disposición de efectuarlo. Este aspecto también era novedoso, ya que con anterioridad, la Corona no siempre había satisfecho sus obligaciones con los tenedores de deuda pública.

Consideraba, por tanto, esencial abordar la amortización de una deuda, de la cual, además de haberse dejado de pagar réditos, no se hacían efectivas las amortizaciones de un modo regular desde la época de Carlos IV. Tendrían que emprenderse los pagos de un modo progresivo, ya que con ello retornaría la confianza en la Deuda pública y se destinaría menos cantidad a este sector, lo cual redundaría en la consecución del equilibrio presupuestario.

Su plan implicaba la renuncia de los acreedores a parte de sus créditos en beneficio del Estado lo que realmente constituía una bancarrota parcial. Para afrontar los pagos se efectuaría una parte en metálico pero otra en papel valedero para la adquisición de propiedades de la corona y de la iglesia, por lo que inició un sistema que luego seguiría Mendizábal.

Como consecuencia, se trataba por tanto de un proyecto desamortizador que desagradó en gran manera al estado eclesiástico y contó con la clara oposición del rey. Hualde, capellán de honor y ardiente defensor del absolutismo, expresó con su dictamen en el Consejo de Estado las claves que explican los motivos que las clases privilegiadas tenían para discrepar de los intentos de reforma.

Utilizaba en primer lugar como argumento contra Garay las dificultades que se estaban encontrando para ejecutar el plan del 30 de mayo y el malestar que éste había creado, y se negaba a aceptar la desamortización de fincas de los maestrazgos y de encomiendas, así como la separación de las rentas de prebendas y beneficios, dejando entrever que ello constituía una grave ataque a la religión.

Vinculaba la reforma con los decretos desamortizadores de las Cortes a los que acusaba de intentar causar la ruina del Trono y del Altar y a los que calificaba de antimonárquicos. Además, advertía al rey de que se le estaba tratando como a un ciudadano más, puesto que se le extendía una imposición contributiva humillante. Por lo tanto el proyecto de Garay resultaba contrario a la religión, a la monarquía y a la nobleza, a la que se trataba de equiparar al resto del pueblo.

De esta forma, Martín de Garay se vio bloqueado por los elementos más conservadores, la Iglesia y la nobleza, que lucharon por evitar que cualquier intento de reforma socavase sus privilegios.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Sobre los afrancesados

Los afrancesados, como sabemos, eran los españoles que juraron fidelidad a José I y colaboraron con el
régimen político que éste intentó implantar en España.


Ideológicamente eran herederos de la tradición ilustrada que tuvo su apogeo en el reinado de Carlos III, y que en el reinado de Carlos IV, a raíz de la Revolución francesa, remitió ya que Carlos IV defendió la monarquía absoluta y el sistema económico y social del más puro Antiguo Régimen, frente a las medidas reformistas que se acometieron durante el reinado de su padre.


Estos ilustrados reformistas, con la llegada de los Bonaparte, comprobaron que gran parte de sus proyectos, que con Carlos IV, y sobre todo a raíz de los sucesos de las jornadas revolucionarias en Francia, se había
cerrado a todo tipo de cambio, podían materializarse. Por ello, aceptaron el nuevo régimen y juraron fidelidad a José I. Se convirtieron así en afrancesados.
El sistema político que defendieron se materializó en la Asamblea de Bayona y en el Estatuto aprobado en esa ciudad, mediante los cuales pretendieron volver a un sistema más moderno, aunque sin llegar al liberalismo radical de posiciones más extremas. Este planteamiento era lógico, teniendo en cuenta que los principios herederos de la Revolución Francesa, los principios que aspiraban a transformar el Antiguo Régimen, estaban encarnados por un sistema, el de Napoleón Bonaparte, que era quien estaba triunfando en una Europa bañada en sangre. Por tanto, a nivel ideológico se encontraban a medio camino entre el liberalismo de Cádiz y el absolutismo rígido de Carlos IV y de Fernando VII.


Defendieron medidas económicas innovadoras y claramente reformistas como la supresión de las aduanas interiores, la abolición del sistema señorial y de los mayorazgos y los privilegios de la nobleza y el clero. Sin embargo, sólo lograron transformar la educación y abolir las penas difamantes. Entre ellos destacaron Azanza, O’Farrill, Cabarrús, Urquijo, Leandro Fernández de Moratín…


Fueron muy perseguidos por el liberalismo inicial y por Fernando VII, pese a que éste había firmado el Tratado de Valençay, que le obligaba a respetarlos. Por ello, se tuvieron que exiliar. Sin embargo, volvieron al país de su exilio con Isabel II e influyeron ideológicamente en la creación del Partido Moderado.


Un texto típico de los afrancesados es el siguiente:

No temáis que nuestras tareas filantrópicas sean interrumpidas o perturbadas por el genio maléfico que tantos y tan graves daños ha causado a nuestra amada patria. Nuestro pensamiento es libre, como nuestras personas y propiedades. El brazo invencible del gran Napoleón derrotó el monstruo odioso, el abominable tribunal que con eterno oprobio de la razón humana ha violado impunemente por tantos siglos el derecho más sagrado del hombre, Gloria inmortal al gran Napoleón, vengador de los ultrajes hechos a la España por una canalla detestable que había establecido su tiránico imperio sobre el entendimiento del hombre. Gloria inmortal al Emperador filosófico que ha querido darnos un Rey ilustrado, bajo cuyos auspicios volverán los españoles a ser hombres, y destruidos los monumentos funestos de la superstición, se levantarán sobre sus ruinas los verdaderos templos de la razón, las glorias de los francmasones.


Como se puede comprobar, en este documento aparecen las lineas de pensamiento de los afrancesados. Por ejemplo, en la línea 2 el autor defiende la libertad de pensamiento tan típica de los ilustrados del XVIII (y de los liberales de Cádiz, aunque, en este caso, de forma más radical) y de los masones. Libertad también a nivel económico, lo cual planteaba la ruptura de los vínculos y amortizaciones que caracterizaron las estructuras económicas y sociales del Antiguo Régimen. Y odio a instituciones tan típicas de sistemas anteriores, como la Inquisición, a la que califica como  monstruo odioso, el abominable tribunal que con eterno oprobio de la razón humana ha violado impunemente por tantos siglos el derecho más sagrado del hombre.
Por tanto, ruptura con la mentalidad del reinado anterior, el de Carlos IV, y ruptura con sus estructuras económicas y sociales. También defensa del imperio de la razón (destruidos los monumentos funestos de la superstición, se levantarán sobre sus ruinas los verdaderos templos de la razón) y cierto atisbo de defensa de la soberanía de los ciudadanos, o por lo menos, conversión de los súbditos en tales (bajo cuyos auspicios volverán los españoles a ser hombres). Por ello, un texto muy representativo de la forma de ser y pensar de aquellos que apoyaron el régimen de José I, pensando que apoyaban al caballo ganador. 

martes, 19 de octubre de 2010

El sistema político de José I

El siguiente documento es una muestra del sistema político que se implanta en España con José I, y sirve como complemento del Estatuto de Bayona, cuyo comentario general se ofrece en la entrada anterior.

Es cierto que el autor no es el nuevo monarca Bonaparte, sino su hermano, pero precisamente por ese motivo, porque fue Napoleón Bonaparte el que impuso a la llamada Asamblea de Bayona ese citado documento pseudo-constitucional, por el que se puede considerar como un ejemplo ilustrativo de lo que se iba a intentar implantar.

Napoleón, emperador de los franceses, rey de Italia, etc. […]
Españoles: después de una larga agonía, vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder son parte del mío.
 
Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las Españas; yo no quiero reinar en vuestras provincias; pero sí quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra prosperidad.
 
Vuestra monarquía es vieja; mi misión se dirige a renovarla; mejoraré vuestras instituciones y os haré gozar de los beneficios de una reforma sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones.
Españoles: he hecho convocar una asamblea general de las diputaciones de las provincias y de las ciudades. Yo mismo quiero saber vuestros deseos y vuestras necesidades. Entonces depondré todos mis derechos, y colocaré yo mismo vuestra gloriosa corona en las sienes de otro, asegurándoos una Constitución que concilie la santa y saludable autoridad del Soberano con las libertades y privilegios del pueblo.
 
Españoles: acordaos de lo que han sido vuestros antepasados y mirad a lo que habéis llegado. No es vuestra culpa, sino del mal gobierno que os regía. Tened suma esperanza y confianza en las circunstancias actuales, pues quiero que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos y que exclamen: es el regenerador de nuestra patria.
Dado en nuestro palacio imperial y real de Bayona, a 25 de mayo de 1808, Napoleón.
Gaceta de Madrid, 3 de junio de 1808.

En este documento observamos que Napoleón es el autor. Se trata del nuevo monarca francés, que ha impuesto en casi toda Europa los principios sociales y económicos de la Ilustración del siglo anterior, y de la Revolución, pero bajo la cobertura de un sistema político autoritario. Así lo vemos en este texto, en el que el Emperador de los franceses a causa del descrédito y crisis interna de la dinastía de los Borbones, y a raíz de los hechos acaecidos en Bayona (como expresa en las líneas 2, 3 y en el penúltimo párrafo), sustituye a dichos reyes por la dinastía de los Bonaparte. Pero no será él el que reine, como manifiesta en el tercer párrafo, sino que ofrece primero la Corona a su hermano Luis, quien la rechaza, y, posteriormente, a José, quien sí la acepta.

Con estos hechos se inicia el proceso de sustitución no sólo de una dinastía por otra, sino de un sistema de relaciones económicas, sociales y políticas, típico del Antiguo Régimen, por otro más moderno. Autoritario, es cierto, pero de nuevo cuño, más racional. Así lo expresa en el cuarto párrafo. De hecho, inicia el proceso de sustitución institucional con la Asamblea de Bayona, especia de parlamento (que no fue tal) convocado en la citada localidad francesa, a la que tiene la intención de conceder, en ejercicio de su autoridad, un Carta Magna, en la que, como manifiesta en el antepenúltimo párrafo, concilie la santa y saludable autoridad del Soberano con las libertades y privilegios del pueblo.

La conclusión es evidente: modernización en lo social y económico, como veremos en el Estatuto de Bayona, pero en lo político, una suerte de soberanía compartida que, si bien rompe con las estructuras del Antiguo Régimen, instaura uno nuevo, pero sin sobresaltos ni hechos revolucionarios violentos.

Esta circunstancia hizo que muchos ilustrados, ante la posibilidad de que el sistema josefino fuera el único que garantizara magros logros y avances en el sentido de la filosofía ilustrada, abrazaran la causa de José I. Lo más lógico es que ésta, apoyada por el ejército napoleónico, triunfante en toda Europa, triunfara, y no las exiguas armas españolas, si bien es cierto que apoyadas, sobre todo, por los ingleses y por la inefable guerrilla.

Por todo ello, podemos afirmar que, em el transcurso de la Guerra, se desarrollaron dos modelos que tenían como objetivo acabar con el Antiguo Régimen: el de José I, y el de las Cortes de Cádiz. Fue éste último el que al final se impuso, pero, cuando Fernando VII volvió con la intención de recuperar el trono, dio un golpe de Estado desde arriba, y restauró el Antiguo Régimen en toda su dimensión.

viernes, 15 de octubre de 2010

El Estatuto de Bayona

Contexto histórico


Como sabemos, durante la Guerra de la Independencia, Napoleón, que ya había implantado en Francia un sistema político de corte bonapartista, se eerigió como regenerador de la política española, ya que en este territorio el sistema político imperante era el propio del Antiguo Régimen. A raíz de las abdicaciones de Bayona, el emperador francés convocó en Bayona una Asamblkea de notables, especie de ficción de Asamblea constituyente que ratificaran a José I como rey de España, y a los que impuso un documento pseudo-constitucional, el Estatuto de Bayona.  Este texto, producto de Maret, recibió las aportaciones e influencias de una Junta, cuya convocatoria se fijó en la Gaceta de Madrid de 24 de mayo de 1808. 

Esta Junta, de composición estamental, no fue una asamblea de intelectuales, como había previsto el emperador. De hecho, quedó reducida a unos 75 miembros que para nada representaban la voluntad de los españoles. Por este motivo, el tema de la titularidad de la soberanía quedaba muy en entredicho. No había tenido lugar, ya desde el primer momento, una transferencia del poder político del monarca al pueblo, con lo que se desdibujaba su democraticidad.
El citado documento era muy similar al texto constitucional napoleónico, así como a la Constitución de Westfalia o la de Nápoles, y fue el resultado de tres proyectos diferentes. 
Tuvo una muy limitada vigencia, ya que el contexto bélico impidió el ejercicio efectivo de sus principios políticos y económicos. Pero es que hasta José I dudaba de este texto, y, en cuanto pudo, intentó convocar unas Cortes constituyentes que sustituyeran este texto por otro.


Naturaleza del Estatuto de Bayona. El problema de la soberanía


El Estatuto de Bayona se inicia con un preámbulo en el que se manifiesta que el es el resultado del pacto entre el monarca y el pueblo, haciendo efectivo el principio de soberanía compartida, como ya se ha comentado. Por este motivo, ya no hablaríamos de Carta Otorgada, sino de constitución, pero sabemos que no puede definirse como tal porque no se gestó a raíz del debate entre los representantes de la Nación. De hecho, es una verdadera Carta Otorgada porque es el emperador, quien, haciendo uso de su soberanía, otorga este texto a los españoles, para modernizarlos política, social y económicamente.Como consecuencia, la soberanía, en su origen, estaría depositada en el monarca, quien la transfiere, aunque no del todo, a la nación.

 Por otra parte, Napoleón no podía legitimar constitucionalmente su dominio sobre España (como sucedía en Francia). Por ello, optaba por defender su soberanía a partir de las «renuncias de Bayona», que para él significaban una cesión absoluta e incondicional del poder soberano. que residia tradicionalmente  en el monarca. Sin embargo, entre los partidarios de Napoleón también existió una interpretación distinta: las renuncias de Bayona habían supuesto el final de la dinastía borbónica y de la soberanía real, de modo que el pueblo habría recobrado la soberanía radical o potencial (conforme las teorías neoescolásticas). al hacerse cargo de la defensa frente al inmvasor, función tradicionalmente encomendada al padre de la nación ,es decir, al rey. 
Todo ello significaba reconocer dos soberanos, el Emperador (soberano actual) y el pueblo (soberano potencial o teórico), que tenían que suscribir entre sí un nuevo pacto político. Aquí podría establecerse un puente entre este concepto y el de pacto de los ilustrados franceses, pero con muchísimos matices. Éste  pacto se plasmaría en una Constitución formal y escrita que en todo caso debía respetar la Constitución histórica, es decir, el entramado de relaciones socio-políticas que se había formado a lo largo de los siglos de historia española.De ahí se deduce que las reminiscencias del sistema de los Borbones eran muchas.

La postura de la soberanía compartida (y, en consecuencia, del carácter pactado del Estatuto de Bayona) la esgrimieron tanto la Junta Suprema de Gobierno (órgano provisional que debía suplir al Rey en su ausencia, y que no debe confundirse con la Junta Suprema fGubernativa del Reino formada por los aquellos que se negaron a reconocer a José I, para organizar el gobierno de la nación y la resistencia contra los franceses), e incluso algunos diputados de la propia Junta de Bayona, como su Presidente (Azanza), o los diputados Angulo y Francisco Antonio Cea Bermúdez. Para todos ellos Napoleón habría convocado la Junta de Bayona en calidad de representación nacional, a fin de celebrar un nuevo pacto con el Reino; pacto que quedaría rubricado con el juramento constitucional que hiciese el Emperador.Por tanto, algunos planteaban que la Junta era legítima, y que la transferencia de parte del poder político, también.

No obstante, la tesis de la soberanía compartida fue escasamente defendida entre los afrancesados. Prácticamente todos ellos coincidieron con la idea napoleónica de soberanía real y fueron conscientes de que su participación en la Junta de Bayona no era más que una concesión graciosa del Emperador que en ningún caso le vinculaba. En esta situación, el único problema residía en que José Bonaparte ya se había proclamado soberano de España, pero el proyecto constitucional aparecía derivado de la soberanía de Napoleón. 
La solución jurídica, que posteriormente se ha utilizado como la explicación del proceso, se debe al diputado Novella, quien consideraba que Napoleón había transferido la soberanía a su hermano tras las abdicaciones de Bayona, excepto el poder de elaboración constitucional, que se habría reservado para sí. En todo caso, la incoherencia teórica se solucionó finalmente en la práctica haciendo que fuese el nombre de José I, y no Napoleón, el que encabezase el Estatuto de Bayona, por más que José Bonaparte no hubiese participado para nada en la elaboración del texto.

El modelo constitucional napoleónico


El Estatuto de Bayona se sustenta sobre los pilares del constitucionalismo napoleónico, si bien dando cabida a determinadas notas españolas que Napoleón incorporó al texto a solicitud de los miembros de la Junta de Bayona.  

El modelo constitucional al que más se aproximaba el Estatuto de Bayona era el de la Constitución del año VIII (13 de diciembre de 1799), según resultó modificada, en un sentido más autoritario, por en el año XII (18 de mayo de 1804), instaurando un Imperio hereditario como respuesta a las crisis externas (inicio de las hostilidades con Inglaterra) e internas (agitación realista). 
La deuda del Estatuto de Bayona respecto de la Constitución del año VIII según su reforma del año XII es evidente en múltiples aspectos: así, en el orden hereditario en la figura de Napoleón y sus hermanos, con la expresa instauración de la Ley Sálica típica de la monarquía francesa tradicional de los Borbones; asimismo, se refleja en los órganos del Estado, comenzando con el propio Monarca, que en ambos casos aparecía investido con un amplio poder político soberano, mientras que la Asamblea disponía de unas competencias muy reducidas. Así, el Estatuto asumió la idea napoleónica de que las decisiones políticas correspondían al Jefe del Estado, de modo que el resto de órganos estatales (Cortes, Consejo de Estado, ministros y Senado) aparecían como meros consejos de apoyo del Rey.Por ello, y en consonancia con lo dicho anteriormente para el tema de la soberanía, ésta estaba compartida, y, además la parte que residía en las Cortes, era realmente muy reducida, lo que coloca a este texto muy a la derecha de la Constitución de 1812, si bien no es propio del Antiguo Régimen.

La adscripción al modelo napoleónico resultó levemente modulada por la intervención de la Junta de Bayona cuyas observaciones fueron parcialmente atendidas por Napoleón a fin de dar al texto definitivo un sesgo más acorde con las instituciones españolas y con las pretensiones de sus élites intelectuales afrancesadas. Según ya se ha señalado, la convocatoria de la Junta de Bayona apenas logró reunir a un grupo poco significativo de personalidades, si bien autores como Jovellanos o Blanco White consideraban que entre los partidarios de la causa francesa no faltaban grandes hombres de Estado.

Gran parte de estos afrancesados habían integrado el grupo del Despotismo Ilustrado durante el reinado de Carlos III, formándose a partir de las teorías del iusnaturalismo racionalista (especialmente de  intelectuales como Wolff, Pufendorf, Domat, Heineccio y Burlamaqui) y de las teorías económicas de la fisiocracia (de Mirabeau a Quesnay, Mercier de la Rivière y Turgot). 
Los ilustrados españoles, defraudados ante la política de Carlos IV y de Godoy, habían visto en Napoleón y su hermano José I los reformadores capaces de racionalizar y modernizar la Administración Pública española. Políticamente, estos intelectuales (entre los que se hallaban políticos como Cabarrús, economistas como Vicente Alcalá Galiano y penalistas como Manuel de Lardizábal y Uribe) defendían  una Monarquía fuerte, donde residiía gran parte de la soberanía, asistida por Consejos, y que llevase a cabo una actividad de fomento de la riqueza nacional, de modo que no es de extrañar su adscripción a la oferta regeneradora de Napoleón.

Sin embargo, y frente a lo que habitualmente se considera, entre los afrancesados había otras tendencias distintas a las del Despotismo Ilustrado. En la Junta de Bayona concurrieron partidarios del absolutismo teocrático, como Andurriaga, realistas defensores del equilibrio constitucional a imitación del sistema británico, como Luis Marcelino Pereyra, y, en fin, liberales, como el Abate Marchena, famoso por sus ataques a las Cortes de Cádiz. 
Todas estas tendencias políticas se consideraban amparadas por la polivalente figura de Napoleón: los absolutistas teocráticos, consideraban que Napoleón era el legítimo Rey de España a raíz de las abdicaciones de Bayona; los realistas, partían de una idea de soberanía compartida que percibían en la convocatoria de la Junta de Bayona; y, en fin, los liberales, veían en Bonaparte el último rellano de la Revolución Francesa, ya en flagrante reflujo, y en cuya cultura política se habían formado.

Los diputados realistas fueron quienes mostraron más empeño en que el Estatuto de Bayona tuviese un carácter menos autoritario de lo que pretendía Napoleón. A ellos se debió la propuesta de que las Cortes tuvieran funciones propias de una asamblea legislativa, más que de un mero consejo del Rey; y a ellos se debió también el intento de que los ministros asumieran una mayor responsabilidad ante el Parlamento y los tribunales, así como la pretensión de instaurar una Alta Corte de Justicia que enjuiciase los grandes delitos cometidos por los funcionarios públicos. Con ello, los realistas afrancesados trataban que el Estatuto de Bayona afianzase una balanced constitution semejante a la inglesa, en que el Monarca tuviese un poder equilibrado con el Parlamento. Alguna de estas aspiraciones llegaron a convertirse en realidad, pero en todo caso Napoleón rechazó cualquier intento de reforma que supusiese una merma material de sus funciones constitucionales.

El Rey


El Estatuto contenía un sistema político autoritario, en el que el Rey aparecía como el auténtico director de la política estatal: las facultades del Rey no eran las que el texto determinase expresamente, sino todas aquellas que no hubiesen sido objeto de renuncia explícita. Esto explica por qué el Estatuto de Bayona carece de un título específico dedicado a regular las facultades del Monarca.

Sin embargo, a lo largo del texto constitucional se mencionan de manera dispersa algunas potestades del Rey, entremezcladas en la definición de las facultades de otros órganos políticos, en las que el Jefe del Estado acababa participando directamente. La autoridad del Rey no sólo comprendía la facultad de dictar reglamentos, sino que acababa convirtiéndolo incluso en auténtico titular de la facultad legislativa. Disponía de la iniciativa y sanción de unas leyes de las que expresamente decía el Estatuto que eran «decretos del Rey». Por otra parte, gozaba de la potestad (con el único requisito de la consulta al Consejo de Estado) de dictar normas con rango de ley en los recesos de las Cortes. Finalmente, le correspondía el desarrollo normativo de la Constitución, que sólo entraría en vigor a partir de decretos y edictos del Rey.Sin embargo, es cierto que en el texto existe la obligación regia de jurar respeto a la Constitución. No obstante, este límite era más ficticio que real, pues siendo el Estatuto de Bayona norma emanada del propio Rey, acababa siendo disponible a su voluntad. De hecho, el propio poder de reforma constitucional quedaba en manos del Rey, ya que las Cortes sólo intervenían en el proceso de enmienda con carácter «deliberativo».
A fin de ejercer sus competencias constitucionales el Rey se apoyaba en Secretarios del Despacho,  ministros que no eran más que meros agentes ejecutivos sujetos a una estricta responsabilidad por el cumplimiento de las leyes y de las órdenes del Rey. El Estatuto de Bayona no recogía expresamente la figura del Gobierno, de modo que los ministros se consideraban autónomos en sus funciones, hasta el punto de rechazarse expresamente la figura del Jefe del Gobierno al indicar en su Artículo 30 que no habría ninguna preferencia entre los ministros. Sin embargo, durante el breve período en que duró el gobierno de José I la práctica alteró esta regulación constitucional.

No obstante, a causa de la falta de normativa que regulara su funcionamiento,  el poder ejecutivo sufrió un posible solapamiento con un órgano típicamente napoleónico: el Consejo de Estado, de naturaleza meramente consultiva. La confusión de funciones entre ambos órganos, que también se apreció en las Cortes de Cádiz (cuya constitución preveía también la existencia de un Consejo de Estado, aunque diferente), era la lógica consecuencia de interpretar que los Secretarios del Despacho no eran auténticos ministros, sino órganos de apoyo del Rey. Así las cosas, no era aventurado pensar que el Monarca consultase decisiones con estos funcionarios, relegando o duplicando las tareas propias de su cuerpo consultivo nato, el Consejo de Estado.
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Senado, Cortes y Alta Corte Real


A pesar de su carácter autoritario, el Estatuto de Bayona reconocía una serie de libertades dispersas por su articulado, entre las que destacan la libertad de imprenta, la libertad personal, la igualdad (de fueros, contributiva y la supresión de privilegios), la inviolabilidad del domicilio y la promoción funcionarial conforme a los principios de mérito y capacidad. Con ello se rompía con la arbitrariedad del Antiguo Régimen, la diferenciación según la cuna, los privilegios... es decir, con estos principios se introducían elementos de la revolución francesa, y del pensamiento ilustrado, que justificaban la adscripción de muchos ilustrados espñaoles a la causa de José I. Este reconocimiento de libertades satisfacía a los integrantes de la Junta de Bayona, y daba al texto español un talante más liberal que otros documentos napoleónicos, como los de Westfalia y Nápoles.Por ello, asistimos a una verdadera revolución social y económica que posiciona este sistema más a la izquierda que el Antiguo Régimen.

De estas libertades, el Estatuto prestaba especial atención a la libertad personal y a la libertad de imprenta, estableciendo una garantía orgánica a través del Senado. Esta institución no debe confundirnos, ya que no es el Senado colegislador de otros textos constitucionales, sino una simpel tutela constitucional, en la línea del pensamiento de Sièyes. No obstante, es interesante destacar que el hecho de que fuera de designación real, nos induce a pensar en una soberanía compartida. Se trataba, por tanto, de una institución fundamentalmente constitucional, que procedía de la decisión del monarca, y no de la voluntad de la Nación.  En concreto, asumía funciones que incidían tanto sobre la validez constitucional (anulación de las operaciones inconstitucionales de las juntas de elección), como sobre su eficacia (suspensión de la eficacia constitucional), aunque ambos cometidos requerían del concurso del Monarca. Así pues, el Senado acababa convirtiéndose también en un órgano consultivo del Rey.

Sin embargo, entre las funciones más relevantes de este órgano destaca la tutela de las libertades personal y de imprenta, que no eran totales, para cuyo fin se estructuraba en dos Juntas (Junta Senatoria de Libertad Individual y Junta Senatoria de Libertad de Imprenta), si bien la segunda retrasaría sus funciones al menos hasta 1815, momento en que, según el propio Estatuto, debía regularse legalmente la libertad de imprenta. En principio, la previsión constitucional de las Juntas era del agrado de los afrancesados, aunque Manuel de Lardizábal, reputado penalista, introdujo algunas observaciones sobre los plazos procesales que finalmente no se recogieron.

Las tareas fiscalizadoras del Senado alcanzaban a los ministros, principales obstáculos de las libertades mencionadas, puesto que siempre parecía previsible que estos funcionarios fuesen los encargados de ordenar la censura y las detenciones arbitrarias. En este punto, el Estatuto pretendía ser una salvaguardia contra el despotismo ministerial que tanto temían los integrantes de la Asamblea de Bayona. Sin embargo, el papel consultivo del Senado también quedaba manifiesto en esta labor fiscalizadora, puesto que, de no revocar el ministro requerido el acto contrario al interés del Estado, la decisión que debía adoptarse correspondía al propio Monarca, con el concurso de otro órgano colegiado, también llamado «Junta». Napoleón no tenía ninguna intención, pues, de que el Senado pudiese realmente ser un dique contra la arbitrariedad de sus ministros, y él mismo así lo había reconocido en relación con el mismo órgano que contemplaba la Constitución del año VIII, según su modificación por el Senado-Consulto del año XII.

Las Cortes (órgano de composición estamental) también eran, aparentemente, un órgano llamado a tutelar los derechos y libertades. Ello no obstante, el Estatuto diseñó un Parlamento sumamente débil, incapaz de hacer sombra al Monarca. Obviamente esta era la intención del Emperador, como muestra bien a las claras el hecho de que las Cortes se hallen reguladas en el Título IX, a continuación no sólo de la regulación del Rey, sino de los Ministros, el Consejo de Estado y el Senado. Precisamente la mayor pugna de la Junta de Bayona con Napoleón consistió en tratar de incrementar las facultades de las Cortes, a fin de convertirlo en un auténtico Parlamento.

Esta actitud afrancesada es claramente comprensible si se atiende al prestigio que tuvieron las Cortes desde finales del siglo XVIII y, sobretodo, durante la Guerra de la Independencia. Napoleón era consciente de ello, y por tal circunstancia había señalado que reuniría de nuevo a este tradicional órgano. Los afrancesados cifraron el peso de su propaganda pro-napoleónica en esta propuesta del Emperador, en especial aquellos que tenían un talante más liberal, o quienes postulaban la idea de soberanía compartida. Quizás el más claro ejemplo se halla en Marchena, quien sorprendentemente en una arenga contra los contrarios al régimen de José I, trató de mostrar que las Cortes del Estatuto de Bayona sobrepasaban en poder a las que regulaba la Constitución de Cádiz, que, según su perspectiva, no pasaban de ser «el juguete del gobierno de la Regencia».

Dentro de la Junta de Bayona el sector afrancesado «realista» fue el que hizo más hincapié en potenciar los cometidos de las Cortes. Este sector partía de la idea de equilibrio constitucional, tomada a partir de la imagen de Gran Bretaña que habían recibido de los principales comentaristas del sistema político de la Isla, como Montesquieu, De Lolme o Blackstone. Para lograr este equilibrio era menester, por tanto, que las Cortes asumieran importantes cometidos que pudieran contrapesar las amplias facultades de que disponía el Monarca. La libertad del pueblo, pendía de este equilibrio constitucional.

La primera pugna se planteó respecto de la facultad regia para convocar, suspender y disolver la Asamblea a su libre albedrío, si bien respecto de la convocatoria se señalaba expresamente que ésta debía realizarse al menos cada tres años (Artículo 76). En este punto, los diputados de la Junta realizaron quizás las propuestas más osadas de cuantas realizaron a Napoleón. Así, el diputado Pereyra consideraba que la facultad regia de disolver ad libitum el Parlamento acababa convirtiendo a éste en un órgano estéril, de modo que proponía que no pudiera ejercer tal prerrogativa hasta que las Cortes llevasen ocho o más días de sesión. Respecto de la libertad regia para convocar a las Cortes las observaciones de los afrancesados fueron más abundantes; algo perfectamente lógico, si se tiene en cuenta que cifraban los males de la nación en la práctica abusiva de los Austrias de no convocar el Parlamento. Colón y Lardizábal consideraban que la previsión constitucional de convocatoria trienal era insuficiente si no se complementaba con la regulación de las medidas que debían adoptarse si la convocatoria no tenía lugar. Una observación que ponía en duda las buenas intenciones de la dinastía Bonaparte.

Para Vicente Alcalá Galiano (tío de uno de los más relevantes liberales de la primera mitad del siglo XIX español, Antonio Alcalá Galiano) el límite al Monarca en lo relativo a la convocatoria derivaría de la necesidad que tenía el Rey de contar con la voluntad de las Cortes para obtener ingresos. Otros diputados, sin embargo, no fueron tan confiados, y propusieron nada menos que la exigencia de algún tipo de responsabilidad para el caso de que la reunión de Cortes no se hiciese efectiva. Pedro de Isla proponía una «responsabilidad ante la opinión pública», indicando que en esas situaciones se hiciese público a los Ayuntamientos la negativa del Rey, de modo que la presión pública acabase por convencerlo de la conveniencia de reunir el Parlamento. La postura de Pedro de Isla muestra un marcado radicalismo, puesto que podía interpretarse como una velada legitimación del derecho de resistencia, de tan honda raigambre en la filosofía neoescolástica española, de Juan de Mariana a Francisco de Vitoria, entre otros muchos.

Luis Marcelino Pereyra, por su parte, propuso una responsabilidad ministerial; concretamente debía exigirse la destitución automática del ministro encargado de expedir la orden de convocatoria. En este caso, se responsabilizaba al ministro no ya de un acto regio refrendado (lo que sería lógico si se seguían las cláusulas de Gran Bretaña, King can do no wrong y King can not act alone), sino de una omisión del Rey.

Las propuestas de estos diputados cayeron en el vacío, puesto que Napoleón no podía admitir unas propuestas que supusieran un verdadero obstáculo al poder de la Corona. No obstante, los realistas afrancesados volvieron a buscar el equilibrio constitucional tratando que las funciones legislativas, tributarias y de control de las Cortes no fuesen tan pobres como pretendía el proyecto constitucional que se sometía a su examen.

En efecto, el proyecto del Estatuto establecía que las Cortes «deliberarían» sobre los proyectos de ley presentados por el Monarca. Con tal previsión se cercenaba la facultad de iniciativa legislativa de las Cortes y, a la par, se convertía a éstas en una mera cámara de reflexión, o incluso un mero órgano consultivo no muy diferente del Consejo de Estado. Diputados como Cristóbal de Góngora solicitaron expresamente el poder de iniciativa legislativa de las Cortes, en tanto que Arribas, Gómez Hermosilla y Angulo solicitaron que al menos se permitiese al Parlamento ejercer un derecho de petición al Rey Aunque no lograron este objetivo, al menos sí consiguieron que el carácter meramente «deliberativo» de las Cortes se corrigiese. La lectura del Artículo del proyecto que limitaba en ese punto a la Asamblea fue objeto de un rechazo generalizado, y de las quejas particulares de Alcalá Galiano y Cristóbal de Góngora. Tal oposición debió convencer a Napoleón de la conveniencia de alterar el precepto, de modo que la redacción final establecía que las Cortes no sólo deliberarían sobre las leyes, sino que también las aprobarían (Artículo 86), aunque, como ya se ha dicho, no perdieron su naturaleza de «órdenes del Rey», expedidas «oídas las Cortes». Pero en todo caso, este fue uno de los grandes triunfos de los realistas de la Junta de Bayona, y un logro que no se halla en las Constituciones de Westfalia (Título VI, Artículo 25) y Nápoles (Título VIII, Artículo 30).

Pero este éxito de los afrancesados realistas fue aislado: es cierto que habían logrado que la ley, fuente destinada a regular en su más alto nivel las libertades individuales, requiriese del consentimiento de las Cortes, pero no consiguieron que éstas pudiesen ejercer a posteriori un control efectivo sobre el Ejecutivo a fin de garantizar las propias leyes y las libertades subjetivas. Las quejas que planteasen las Cortes, como las del Senado, eran decididas por el Monarca conjuntamente con un órgano consultivo («Comisión») reunido a tal efecto. A las Cortes ni tan siquiera les quedaba el recurso de buscar la responsabilidad ante la opinión pública, ya que la comunicación Parlamento/sociedad se hallaba ocluida al establecerse expresamente el secreto de las deliberaciones parlamentarias.

Los afrancesados realistas trataron sin éxito que las Cortes pudiesen residenciar a los ministros a través de un juicio en el que la Asamblea acusara y el enjuiciamiento correspondiese a un Alta Corte Real. Este último órgano, que no se había recogido en ninguno de los tres proyectos constitucionales, representaba entre los realistas la última pieza de garantía orgánica de las libertades. El Emperador admitió la presencia de este órgano judicial, que tenía un reflejo en el constitucionalismo napoleónico, pero no consintió en que decidiese los juicios de acusación contra los ministros. Por tal circunstancia, la Alta Corte quedó reducida en el texto definitivo a una instancia judicial encargada de conocer de los delitos privados de altos cargos, pero no de la responsabilidad por delitos «políticos».