Con la reunión de las Cortes el 9 de julio en el palacio de doña María de Aragón, (de mayoría moderada), se inició la segunda etapa. Lo primero que hicieron las Cortes fue afrontar el problema del Ejército de la Isla, que con sus jefes ascendidos al generalato, exigía una recompensa por su labor en la revolución, y que preveía que se le concediera cuando llegara a Madrid desde Andalucía. Por ello, algunos moderados pensaron con miedo que podrían dar golpe de Estado.
Como consecuencia, se mandó disolver el ejército, pero las algaradas que se produjeron en Cádiz y San Fernando obligaron a dimitir al ministro de Guerra, marqués de las Amarillas, y tuvo que ser llamado Riego a Madrid para separarlo de sus tropas con el pretexto de concederle la capitanía de Galicia.
El flamante general con su falta de discreción y su incontinencia verbal, en un homenaje que le dio en Madrid la Sociedad Patriótica La Fontana de Oro, se enfrentó directamente con el jefe político de Madrid en una función que organizó en su honor en el Teatro Príncipe.
Por ello, Riego fue inmediatamente destituido como capitán general de Galicia. La reacción fue fulminante: algaradas y motines callejeros contribuyeron al enturbiamiento del ambiente festivo liberal. Empezaba así a ahondarse el abismo entre las dos formas de entender la revolución.
La lucha se trasladó a las Cortes cuyas sesiones adquirieron un tono violento planteándose el dilema entre la libertad sin orden y el orden sin libertad, entre los moderados y exaltados.
La destitución de Riego (fue trasladado a Oviedo), supuso a partir de ese momento que los liberales dejasen de ser un bloque monopolítico para dividirse en dos tendencias: los primeros llamados doceañistas, por haber participado en las Cortes de Cádiz, y los segundos veinteañistas. Para éstos últimos la revolución no había llegado a su fin, por lo que había que seguir luchando y cambiarlo todo. La institución monárquica era puramente accidental, aunque no pensasen en su supresión, buscaban el apoyo popular, comenzaron a ser llamados exaltados.
El problema de las Sociedades patrióticas fue otro foco de conflictos. Eran reuniones de liberales en lugares públicos, normalmente cafés, donde los ciudadanos subidos en sillas, improvisaban arengas encaminadas a celebrar el advenimiento de la libertad. Para evitar manifestaciones y algaradas como las ocurridas durante la estancia de Riego, las Sociedades patrióticas fueron suprimidas porque no eran necesarias para el ejercicio de una libertad que los moderados consideraban suficiente. No obstante, permitieron formar grupos de oradores, mientras que no se constituyan en sociedades.
Los exaltados, hicieron caso omiso a la prohibición y algunas sociedades como La Fontana y la Gran Cruz de Malta continuaron existiendo y La Landaburiana se creó después.
Más influyentes que las sociedades patrióticas fueron las Sociedades secretas como la masonería, que tuvo una participación en la preparación del pronunciamiento de Cabezas de San Juan. Estas sociedades trataron de conseguir cotas de poder político mediante el dominio de ciertos ministerios. También en estas sociedades se manifestó la división entre exaltados y moderados, ya que se escidieron los más radicales que formaron la sociedad secreta de los comuneros e hijos y vengadores de Padilla: la Comunería debía ser considerada como un movimiento en defensa de la Constitución con claro matiz nacionalista donde el supremo jerarca se llamaba el Gran Castellano y ejercía su poder sobre comunidades, merindades, castillos, fortalezas y torres.
En lo tocante al tema económico, en la etapa moderada se sentaron las bases del sistema hacendístico y de la política económica que iba a regir durante el Trienio Liberal. Como es evidente, se iban a seguir las premisas de lo que había ocurrido en Cádiz.
El plan de Hacienda presentada a las Cortes tenía dos objetivos: aumentar los ingresos del erario sin recargar los impuestos y equilibrar el presupuesto. Esto sólo se podría alcanzar aumentando la riqueza interna con la colaboración de la propia Hacienda y de la acción gubernamental.
El primer programa económico del Trienio Liberal contempló los siguientes puntos: necesidad de conocer la verdadera situación del país, para lo que se imponía la recopilación de datos fiables (con la reforma de Martín de Garay, que no cuajó, se adulteraron muchos datos), reparación de las pérdidas ocasionadas por la guerra y consiguiente sacrificio del erario, reconocimiento propio como potencia de segundo orden (y, por ello, asunción de la pérdida de las colonias) y mantenimiento de la paz, tanto exterior e interior como con las posesiones ultramarinas; protección al trabajo; cotización sobre el producto líquido de las rentas (lo cual era claramente revolucionario) y elaboración de un presupuesto de gastos de acuerdo con las posibilidades de los contribuyentes.
Con este programa se estableció el sistema que iba a regir durante el Trienio Liberal. De él se deduce una notable disminución de los ingresos, en parte debida al retroceso de la actividad económica, en parte deliberada para aliviar al
contribuyente y favorecer la producción. Este proyecto sólo podía llevarse a cabo con un momentáneo endeudamiento previsto en el presupuesto de 1821 en 200 millones de reales.
Con estas medidas los liberales intentaron resolver el problema de la acuciante Deuda, y sanear la situación económica. Pe3ro para ello el país debía dejar de lado las estructuras del Antiguo Régimen, lo cual fue imposible en tan breve tiempo. Recordemos, por ejemplo, que la Desamortización de Madoz, legislada en 1855, duró hasta 1924.
Las Cortes continuaron las reformas inconclusas en la etapa gaditana, destacando la legislación socio-religiosa con la supresión de las vinculaciones, la prohibición a la Iglesia de adquirir bienes inmuebles, la reducción del diezmo, la supresión de la Compañía de Jesús y la reforma de las comunidades religiosas.
Esta ley suprimía todos los monasterios de las órdenes monacales, prohibía fundar nuevas casas y aceptar nuevos miembros, al mismo tiempo que facilitaba 100 ducados a todos aquellos religiosos o monjas que abandonasen su orden. Los liberales buscaban con estas reformas aumentar los ingresos del Estado y quebrantar cualquier
oposición religiosa a su política. En este segundo objetivo consiguió un efecto contrario: el rey y sus partidarios decidieron hacer frente de modo activo al proceso revolucionario, y el rey con el apoyo del nuncio, se negó en principio a sancionar la ley.
El enfrentamiento entre el rey y los liberales (tanto exaltados como moderados) fue constante, comenzando siempre con una actitud de firmeza por parte del monarca y terminando con su claudicación. Tal vez la crisis más famosa ocurrió cuando en el discurso, escrito por Argüelles, de apertura de las Cortes el 1 de marzo de 1821, Fernando VII introdujo, la coletilla, quejándose de la falta de autoridad del
Gobierno ante los ultrajes y desacatos de todas clases cometidos a mi dignidad y decoro contra lo que exige el orden y el respeto que se me debe como rey constitucional.
De la crisis de la coletilla salió un nuevo Gobierno moderado que marcó una segunda etapa en el Trienio Liberal y que se caracterizó por el desbordamiento de los moderados tanto por los liberales exaltados como por los realistas.
El nuevo Gobierno decidió ser eminentemente realizador, que en plano económico se concretó en un ajuste del presupuesto con un déficit previsto de más de 550 millones de reales, en un crédito extranjero por importe de 300 millones, en la devaluación monetaria y en la emisión de un empréstito nacional que no logró a cubrirse.
Por su parte, las Cortes llevaron a cabo dos importantes reformas administrativas que tenían en común la imposición de un centralismo muchos más exigente que el borbónico. La 1ª de ellas fue la división de España en 52 provincias, y el
robustecimiento de los correspondientes organismos, diputaciones y tesorerías que debían permitir una mejor y mayor recaudación tributaria. La 2ª, La Ley de Instrucción Pública, que, como sabemos establecía tres etapas de enseñanza que se hicieron clásicas, primaria, media y superior, fijaba en 10 el número de universidades y cercenaba la autonomía universitaria al establecer unos planes de estudios idénticos en todo el país. Con ello, se continuaba con la línea centralizadora iniciada en la división administrativa, y que estaba en total consonancia. Recordemos que el jefe político, que era el cargo que se situaba al frente de cada provincia, era un representante del poder central que precisamente tenía, entre sus atribuciones, la gestión de la educación en su ámbito de actuación.
Otro problema muy serio que tuvo lugar en este momento fue la revolución exaltada. Ésta se manifestó mediante una serie de alzamientos a lo largo de toda
España, a partir de octubre de 1921. Los centros principales fueron Cádiz y La Coruña, al igual que la habían sido a comienzos de 1820, y sus líderes- Riego, Quiroga y Espoz y Mina- los mismos que se alzaron ese año.
Esta revuelta se inició en Zaragoza donde Riego, que había sido nombrado capitán general de Aragón, estaba relacionado con dos conspiradores franceses republicanos.
El general Riego fue destituido a causa de un informe del jefe político de Zaragoza. El nuevo capitán general, Ricardo Álava, logró restablecer precariamente el orden público y en Madrid, a pesar de haberse clausurado una vez más la Sociedad patriótica La Fontana de Oro, otra asonada se produjo la noche del 18 de septiembre, siendo reprimida enérgicamente por el jefe político Martínez San Martín mediante cargas de caballería y, pasada la medianoche el Gobierno controlaba la situación.
Cádiz y La Coruña se mantuvieron al margen del Gobierno, desarrollándose auténticas escenas de anarquía. En Galicia, la rebelión fue encabezada por el propio capitán general, Espoz y Mina, que publicó un manifiesto denunciando el “feroz absolutismo del Gobierno servil que había en Madrid”. Sin embargo, los exaltados no consiguieron el triunfo total en Galicia por la decidida intervención del general Latre que pudo atrincherarse en Lugo e impedir el avance de Mina hacia el interior.
Aunque no llegó a una situación de guerra civil, el Gobierno tuvo que transigir con los rebeldes exaltados concediéndoles paulatinamente lo que en el fondo buscaban: una participación en los resortes del poder.
Los menos extremistas de los exaltados negociaron con algunos moderados y en medio de un clima de entendimiento lograron prácticamente todo los que pedían. Cuatro ministros abandonaron el Gobierno, y poco después una nueva crisis ministerial dio entrada a un nuevo Gabinete de los moderados presidido por Martínez de la Rosa, llamado Rosita la Pastelera por su espíritu conciliador, que proyectó una reforma constitucional con Cortes bicamerales, claro anticipo del Estatuto Real Isabelino.
La pérdida de las elecciones de 1822 por los moderados y el que la intentona de la Guardia de Infantería de palacio fuera abortada por la Milicia Nacional y no por el Gobierno el 17 de julio hizo saltar el gobierno moderado de Martínez de la Rosa.
A partir de julio de 1822 el poder ejercido por los exaltados con el Gobierno de Evaristo de San Miguel primero y posteriormente cuando ya había comenzado la intervención francesa con el Álvaro Flórez de Estrada. Pero este triunfo no supuso resolver los problemas que acuciaban al país.
La falta de autoridad vino, en primer lugar por la incapacidad de los ministros, reconocida posteriormente por el propio San Miguel.
El apoyo incondicional y absoluto de la masonería trajo consigo la oposición de los moderados; una oposición a todos los niveles porque el Gobierno removió a la mayor parte de los empleados de la Administración. Finalmente las potencias de la Quíntuple Alianza amenazaron con intervenir. La falta de autoridad del Gobierno se tradujo en un endurecimiento de la vida política, que adquirió las connotaciones propias de un ambiente de guerra civil con posturas irreconciliables y acciones extremistas como matanzas, deportaciones y destrucciones.
El problema que definitivamente acabó con este período liberal fue la contrarrevolución realista que, comenzando con pequeños alzamientos, terminó convirtiéndose en la primera guerra civil de la historia contemporánea en España.
En esta contrarrevolución actuaron tres elementos diferentes que normalmente no estaban conjuntados sino dispersos. El 1º El rey, que a lo largo de todo el Trienio vivió su experiencia de monarca constitucional sin la menor voluntad de entendimiento con las Cortes y con el Gobierno. En el ejercicio de sus funciones favoreció las opciones políticas más moderadas, toleró, si no estimuló, las iniciativas subversivas de la Guardia Real y usó el veto hasta el límite permitido por la Constitución.
Además, Fernando VII conculcó la Constitución que había jurado y por la que había prometido marchar francamente, con medidas como el nombramiento de un capitán general para Madrid sin el preceptivo refrendo ministerial, la protección que brindó en el palacio real a los guardias rebeldes a la autoridad militar y la demanda de una intervención militar de las potencias legitimistas como única solución para recuperar el poder autoritario que había practicado a su regreso de Francia.
En 2º lugar, está la resolución armada de forma de partidas, con precedente en las guerrillas de la Guerra de la Independencia, sin organización entre ellas ni unificación de mandos. Las proclamas muestran una oposición frontal al régimen liberal, pero no una vuelta pura y simple al pasado sino más bien la edificación de un nuevo régimen con un carácter renovador, en el que la soberanía de Fernando VII sea algo más que un símbolo.
Estas protestas se manifestaron en la creación de dos Juntas realistas: una, en Bayona, capitaneada por el general Eguía, y otra, en Toulouse, dirigida por el marqués de Mataflorida, que por exigencia francesa conquistó la plaza fuerte de Urgell, estableciendo una Regencia que logró reunir a 13.000 hombres con el fin de rescatar al rey de manos de los liberales.
Esta regencia fue incapaz de vencer a las tropas liberales al mando de Espoz y Mina, por la carencia de recursos económicos. El triunfo de las armas liberales llevó a la Regencia a refugiarse en Llivia y posteriormente a internarse en Francia.
La impotencia de los realistas para vencer al liberalismo, junto con la petición de ayuda de Fernando VII, forzó la intervención militar extranjera en los asuntos internos españoles decretada el 20 de octubre de 1822 en el Congreso de Verona. La invasión, que se encomendó a Francia por la desconfianza que provocaba en la cancillería austriaca la posible participación rusa, se inició el 7 de abril de 1823.
A diferencia de lo ocurrido años antes, no se produjo la resistencia popular que esperaba el Gobierno liberal y los tres ejércitos formados precipitadamente al mando de Espoz y Mina, Ballesteros y el conde de La Bisbal se rindieron sin apenas combatir. Los Cien Mil Hijos de San Luis al mando del duque de Angulema, encontraron poca oposición. Esto fue debido por el descontento con la política económica y sobre todo en los medios agrarios, que repercutió en el deterioro del sistema político constitucional del Trienio, incrementado por la mala cosecha de 1822 creando condiciones adecuadas para un gran levantamiento rural.
A finales de la primavera de 1823, el Gobierno liberal tuvo que evacuar Madrid y se trasladó a Sevilla junto con las Cortes y con el rey, a pesar de que éste había alegado un ataque de gota. La derrota de las fuerzas gubernamentales en Despeñaperros, obligó un nuevo traslado a Cádiz, que se pudo hacer declarando loco al rey, hecho que Fernando VII nunca perdonaría y creando una Regencia encargada del poder ejecutivo.
Una vez en Cádiz, tuvo lugar el único combate de las tropas francesas: el asalto al poco defendido fuerte del Trocadero. El 29 de septiembre las Cortes decidieron dejar libre al rey y negociar con el duque de Angulema. Con ello finalizó el segundo episodio de la REVOLUCIÓN LIBERAL española y se abrió el último período de existencia del Antiguo Régimen en España.
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