martes, 26 de octubre de 2010

El Trienio Liberal I

El segundo ensayo liberal se inicia el 7 de marzo de 1820, cuando Fernando VII promete respetar la legislación y los principios básicos liberales. De esta forma, jura la Constitución de 1812 el día 9, y así se inicia un interesante período de tres años, en el que se intentó de nuevo, e infructuosamente, implantar en España el liberalismo.  

Este período de tres años se puede dividir en diferentes etapas. La primera de ellas, es conocida como la etapa de la Junta Provisional, que dura hasta la reunión solemne de las Cortes el 9 de julio. En este momento, el Trienio liberal entra en una nueva etapa.

Respecto a la Junta, ésta fue impuesta por Fernando VII el 9 de marzo, y su objetivo fue asegurar el éxito de la sublevación de signo liberal iniciada el 1 de enero en Cabezas de San Juan por el ejército expedicionario destinado a combatir los movimientos independentistas de las colonias americanas. Como consecuencia, podemos deducir que, en principio, la imposición del rey hizo que fuera relativamente moderada. 

Estuvo presidida por el cardenal Borbón y formada por diez reconocidos liberales, pero no los más
relevantes, puesto que los más importantes de las Cortes de Cádiz estaban encarcelados, desterrados o exiliados.

Fue, en su origen, un  órgano consultivo. No obstante, con el paso del tiempo ejerció amplísimos poderes y gobernó el país en la sombra, ya que sus dictámenes, acordados generalmente por unanimidad, nunca tuvieron carácter público. Sin embargo, las decisiones importantes pasaron por sus manos y necesitaron su aprobación en una suma de facultades propias de una Regencia Provisional.

A nivel de conceptos políticos, debemos recordar que en ella se depositó la soberanía nacional hasta que unas nuevas Cortes elegidas por el pueblo la ejercieran. Por este motivo, tenía más autoridad que las Juntas provisionales que se crearon a partir de febrero (que eran mucho más radicales), y que incluso estuviera por encima del Gobierno y de Fernando VII. De esta forma, ejerció el poder sin Cortes, pero recordemos que de forma interina.

Tras la firma de la Constitución de 1812 por Fernando VII se legalizaba toda la obra legal de las Cortes de Cádiz, y por ello se volvía a intentar, como ya hemos comentado, la implantación del liberalismo. Se promulgaron, por tanto, los decretos que deshicieron el Antiguo Régimen a nivel social, económico y político. No obstante, esta vuelta a lo que ocurrió en Cádiz no era posible, ya que el propio Rey había sido el protagonista de una muy intensa represión de los liberales. Además, en principio, constitucionalmente este período era ilegal, porque no fue el rey el que eligió al Gobierno, sino la Junta, porque el monarca, pese a lo que había publicado en 1820, no aceptó a ministros claramente liberales, como Agustín Argüelles.

Como consecuencia, la Junta cedió ante las presiones de liberales más extremistas como eran los que formaban las Juntas provinciales y las Sociedades patrióticas. Éstos se negaron a aceptar a ministros como  Amarillas (guerra), Salazar (Marina) y Parga (Gobernación de la Península). Ministros que eran nbombrados por la Junta Porvisional, y que eran de marcado carácter moderado.

Esta etapa provisional, muy tensa entre la Junta y Fernando VII, sólo podía cerrarse con la convocatoria de Cortes, que se hizo de forma que fueran ordinarias. De esta manera, se imposibilitaba que se reformara la Constitución de 1812, lo cual habría ocurrido si se hubieran convocado Cortes Constituyentes.

El Nuevo Régimen contó en la cúspide del poder con el rey, poco dispuesto a colaborar en su implantación, el Gobierno, primero a la medida del monarca y del régimen derrocado, después a la del sistema constitucional, y con la Junta provisional encargada de realizar la transición. Esta Junta, como ya hemos visto, se vio muy presionada por las Juntas Provinciales y por las Sociedades Patrióticas y el ejército más imbuido de ideas liberales, con lo que su actuación se fue radicalizando poco a poco.                                                                   

Sobre la conducta del rey, hay que decir que en los primeros meses pasó por dos fases. La primera hasta el 22 de marzo, se caracterizó por la resistencia total a medidas que desembocaran en lla implantación efectiva de la soberanía nacional. No obstante, con la formación del nuevo Gobierno y con la convocatoria a Cortes, y sin apoyo interior ni exterior, a Fernando VII no le quedó más remedio que resignarse.

La Junta, por su parte, fue respetuosa pero firme con el rey, de modo que en la diaria discusión de los asuntos de Estado dejó testimonio patente de la desconfianza en la intención y actuación real, mientras que transmitió a la opinión pública un convencimiento de su buena voluntad que estaba lejos de sentir.

El Gobierno, tanto el antiguo como el provisional o el llamado constitucional, careció casi por completo de autoridad. Quien tenía el poder efectivo era la Junta, y su competencia quedó reducida, a las cuestiones de trámite, a la preparación de trabajos para las futuras Cortes y a la consulta y cumplimiento de las
resoluciones de la Junta Provisional.

Un problema muy serio fueron las Juntas provinciales, muy radicales, que debían disolverse automáticamente en el momento en que la soberanía pasase a las Cortes. Estas Juntas no sólo funcionaron como entes autónomos en sus propios territorios antes del juramento del rey, sino que pretendieron continuar en la misma línea después de él. Siguieron manejando los fondos de las rentas, con grave perjuicio para el erario y pusieron en vigor normas como la supresión del derecho de puertas que el Gobierno central no había sancionado. En cambio se resistieron a obedecer aquellas medidas que de alguna manera socavasen su autoridad, como reposición de las Diputaciones de 1814 o la reorganización de sus respectivos ejércitos, y presionaron para que se formase un nuevo gobierno y se destituyese a los ministros sospechosos (Amarillas, Salazar y Parga), persecución de no adictos etc.

Respecto a las Sociedades patrióticas, eran asociaciones de ideología liberal que disponían de una importante fuerza política. Esta fuerza se debió a que u fuerza radicó en la influína considerablemente en la opinión pública (de los que sabían leer, claro está). Como en el caso de las Juntas provinciales, el poder central utilizó su influencia para respaldar su propia política, pero se negó a admitir cualquier propuesta que socavase su autoridad, máxime si iba acompañada de una manifestación pública como la petición de dimisión del ministro de guerra, el marqués de las Amarillas.

Otro problema al que se tuvo que enfrentar esta Junta fue el Ejército de la Isla, el que se había sublevado con Riego.  Estos militares habían conseguido la revolución, y por ello tenían mucho prestigio.No obstante, la Junta no contó con sus jefes para tareas de gobierno, por lo que se enfrentaron a ella.  Así se inició la espiral que llevaría a la toma del poder a la fracción exaltada. De esta forma, dentro de la familia liberal empezó a gestarse la división entre éstos, exaltados, y los moderados.

Los moderados trataron de contener a los realistas y uniformar al país bajo el credo liberal pero no consiguieron la unidad de pensamiento. Discutieron con los exaltados por cuestiones como la exigencia generalizada de juramento a la Constitución, enseñanza de la Ley fundamental desde el púlpito y la escuela, la separación de empleados de sus puestos por razones políticas...

Otro elemento opositor fue la Iglesia, que perdió su enorme influencia, y que se oponía a la disminución de las atribuciones de la Corona, que mermaba su propio poder. La supresión del Tribunal de la Inquisición y la ley de Libertad e Imprenta supusieron para la Iglesia un serio recorte a su ascendiente cultural y político. Otras medidas como la obligación de predicar la Constitución no estuvieron exentas de revanchismo, y otras relativas secularizaciones y prohibición de nuevas profesiones, así como venta de fincas, con el fin de disminuir el clero regular en número y poder económico. Las protestas de la Santa Sede y hostilidad del alto clero aumentaron a la vez que se ponía en vigor la legislación gaditana. Esto alimentó un creciente anticlericalismo durante el Trienio.

A los problemas existentes hay que añadir el temor a una intervención europea, de tal modo que la política exterior se redujo prácticamente a un aspecto más de la política interior. En consecuencia, los principales esfuerzos se dirigieron a mitigar toda impresión desfavorable sobre el Nuevo Régimen y así evitar la injerencia exterior. De momento se conjuró un ataque armado y una advertencia oficial a las Cortes, a una política intervencionista por falta de apoyo de Londres y Viena, pero sin descarar una acción posterior a tenor de los
acontecimientos.

A los problemas existentes se vino a sumar la precaria situación económica heredada de épocas anteriores y los costes derivados de la propia coyuntura revolucionaria. El legado de Carlos IV se agudizó con el empobrecimiento general causado por la guerra de la Independencia, el mantenimiento de un ejército para sofocar los movimientos independentistas de las colonias y la ausencia de caudales americanos. Los gastos extraordinarios por el retorno de Napoleón a Francia y la fiebre amarilla en Andalucía aumentaron todavía más las penalidades. 

A esta crisis interna se superpuso la crisis internacional de precios y la falta de un adecuado mercado nacional que colocaran al país en una posición favorable al cambio político y viceversa: la situación económica no fue buena aliada para la consolidación del nuevo sistema. La propia revolución aportó en los primeros meses más factores desfavorables: debido a la autonomía de las regiones donde se iba proclamando la Constitución, a la falta de confianza en un gobierno provisional erigido al margen de ellas y a la escasez crónica del erario, la nación estuvo al borde de la suspensión de pagos. 

La Junta se trazó una política de supervivencia que permitiese llegar hasta la reunión de las Cortes. Infundir confianza en la transición era primordial, para que las provincias aportasen sus caudales y Tesorería. Para ello se llevó a cabo la reforma administrativa de la Hacienda señalada por la legislación gaditana y se tendió al ahorro del gasto público, el control de los funcionarios y de los ingresos, así como el pago de los gastos más urgentes. Para recabar fondos recurrieron a solicitar un préstamo a los comerciantes y a mantener el sistema tributario del Antiguo Régimen para evitar el colapso de la Hacienda. Objetivos que no llegaron a alcanzarse, por los enfrentamientos con los conservadores.

Con ello, se pasó a un nuevo período, el período moderado. 

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