Concordato entre España y la Santa Sede, 27 de agosto de 1953.
“En el nombre de la Santísima Trinidad.
La Santa Sede Apostólica y el Estado español, animados del deseo de asegurar una fecunda colaboración para el mayor bien de la vida religiosa y civil de la Nación española, han determinado estipular un Concordato que […] constituya la norma que ha de regular las reciprocas relaciones de las Altas Partes contratantes, en conformidad con la Ley de Dios y la tradición católica de la Nación española […].
Artículo I. La Religión Católica, Apostólica Romana, sigue siendo la única de la Nación española […].
Artículo VI. […] los sacerdotes españoles diariamente elevarán preces por España y por el Jefe del Estado […].
Artículo XIX. 1. La Iglesia y el Estado estudiarán de común acuerdo, la creación de un adecuado patrimonio eclesiástico que asegure una congrua dotación del culto y del clero.
Artículo XXlX. El Estado cuidará de que en las Instituciones y servicios de formación, de la opinión pública en particular en los programas de radiodifusión y televisión, se dé el conveniente puesto a la exposición y defensa de la verdad religiosa […]”.
-. Julián Casanova, La Iglesia de Franco, 2001, p. 285.
“Cuando [la] armonización entre catolicismo y fascismo no podía defenderse ya tan alegremente en el extranjero, la dictadura de los vencedores tuvo que desprenderse de sus apariencias fascistas y resaltar la base católica, la identificación esencial entre el catolicismo y la tradición española […]. El ‘totalitarismo divino’ se hizo también humano y la jerarquía eclesiástica y los católicos entraron de manera oficial en el Gobierno y en los órganos consultivos del Estado”.
El objetivo del siguiente texto es redactar un escrito de reflexión histórica basándonos en las dos fuentes propuestas. Como es evidente, no es la única forma de hacerlo, pero podría ser una orientación sobre cómo reflexionar utilizando la información proporcionada por dos fuentes. No obstante, debemos incidir en que perfectamente se puede hacer de otra forma, y que en otro momento podríamos escribir de forma muy distinta. Aún así y todo, hoy proponemos el siguiente escrito.
A lo largo de este texto es importante establecer referencias a los documentos presentados, pero no transliterando información. Si de forma literal utilizamos alguna idea, deberemos especificar en qué partes del documento la encontramos, y entrecomillarla o utilizar la letra cursiva. Si decidimos utilizar simplemente la idea expresada, con especificar la fuente en la que nos hemos basado puede ser suficiente.
Por otra parte, este recurso a las fuentes propuestas no debe ser permanente ni exhaustivo. Sí puede ser recurrente, pero no en exceso. Encontrar el equilibrio entre una actitud y otra es algo que sólo debe hallar el que decida enfrentarse a una hoja en blanco. De todas maneras, también en este aspecto deberemos incidir en que en otro momento podríamos realizarlo de otra manera, de forma que ésta es tan sólo una posibilidad de solución ante el dilema que hallamos frente a nosotros, pero no la única forma de hacerlo.
Respecto a nuestro escrito, en un primer momento presentaremos las citas fuentes y expondremos el contenido de las mismas. De su lectura deduciremos a qué problema o proceso histórico hacen referencia y seguidamente trataremos de ubicar dicho problema o proceso histórico en uno de los grandes ejes temáticos del programa. Pero también deberemos exponer de forma muy somera las características generales del núcleo temático en que hemos incluido el problema o proceso histórico que nos ocupa.
Más adelante, trataremos de explicar el problema o proceso histórico planteado teniendo en cuenta las características del eje temático identificado, nuestros conocimientos y el contenido de las fuentes propuestas. Para ello deberemos establecer referencias continuas a ellas con tal de justificar y sostener nuestras afirmaciones. En este apartado deberemos utilizar y seleccionar sólo los aspectos que conocemos pero que consideremos que nos ayudan a explicar el problema o proceso histórico que consideramos que se plantean entre las dos fuentes propuestas. No se trata de vomitar información, sino de seleccionar aquélla que consideramos más relevante.
Por último, concluiremos nuestro texto con una valoración histórica del problema planteado. Sobre todo en este caso hay que incidir en que se trata de un apartado muy libre, pero que deberemos justificar recurriendo de nuevo a las fuentes y a los datos y aspectos que conocemos. Recordemos, para finalizar esta presentación, que en ningún momento utilizaremos epígrafes o títulos, sino que redactaremos nuestro escrito sin interrupción, aunque dejando entrever las diferentes partes del mismo.
Al iniciarlo, comenzaremos por una presentación de las fuentes. De ellas, la primera es un texto histórico o fuente primaria, de naturaleza jurídico-política, ya que a primera vista constatamos la existencia de una serie de artículos. La segunda, por su parte, es un documento historiográfico o de naturaleza secundaria, ya que se trata de un texto de Julián Casanova, un historiador, sobre ciertos aspectos del Franquismo.
En cuanto a las ideas fundamentales de cada una de ellas, mientras que la primera, que es el Concordato con la Santa Sede de 1953, nos plantea desde un punto de vista jurídico la obligatoriedad y oficialidad del catolicismo, así como el control de todos los medios de formación de conciencias por parte de la Iglesia y la elevación de rezos y preces por parte de los sacerdotes en todas las ceremonias eclesiásticas en honor al Jefe del Estado, la segunda, el citado texto historiográfico de Julián Casanova, nos expone que ante la imposible armonización de falangismo y catolicismo (por la voluntad totalizadora del primero y por la evolución de la coyuntura internacional) el Franquismo empezó a resaltar la cara católica del régimen para así hacerse más tolerable en la escena internacional, sobre todo teniendo en cuenta la debacle de las potencias fascistas en la II Guerra Mundial. Como consecuencia, los elementos católicos del franquismo empezaron a ocupar las más altas instancias del poder. sin embargo, es justo recordar que no por ello los falangistas quedaron por completo postergados, sino que perdieron su papel preponderante.
Como consecuencia de todo lo anteriormente expuesto, podemos deducir que el problema o proceso histórico a que hacen referencia las fuentes es el progresivo afianzamiento del nacionalcatolicismo. Y esto se dio prioritariamente durante el Franquismo.
Por tanto, es dentro de este sistema político donde el nacionalcatolicismo se impone. Un sistema nacido dentro de la Guerra Civil, en las zonas controladas por los sublevados, sobre todo a raíz de la designación del general Franco como Generalísimo de todos los ejércitos y como Jefe del Gobierno del Estado, a principios de octubre de 1936. Nacía así un régimen fundamentalmente militar ya que, a diferencia de los sistemas y movimientos fascistas o parafascistas de la Europa de Entreguerras más importantes (el rexismo belga, el nacionalsocialismo alemán y austriaco, el fascismo italiano…) el franquismo adoptó el nombre de su fundador (como asimismo ocurrió con el Estado Novo salazarista de Salazar en Portugal), básicamente un militar, y, sobre todo, un militar africanista.
Este nuevo sistema político, de contornos ideológicos imprecisos, se fundamentó en la existencia de su fundador, y vivió de él. Como él, a nivel de ideología política era un conglomerado de imprecisiones y de contradicciones. Un sistema, por tanto, diseñado para adaptarse a la realidad cambiante tanto en el interior como en el exterior. Un sistema camaleónico aunque con unas premisas muy básicas y muy elementales muy claras. Estas eran:
Se caracterizaba en primer lugar por la afirmación de unos cuantos principios muy vagos e imprecisos pero muy arraigados en la mentalidad tradicional del país, y también se apoyaba en la idiosincrasia simplista de los militares africanistas. Así, se negaba la herencia racionalista de la Ilustración, la sociedad moderna y el liberalismo político y económico. El régimen también rechazaba la separación de la Iglesia y el Estado y todos los elementos heredados de la revolución liberal burguesa del siglo XIX. Por supuesto, repudiaba frontalmente todo elemento que mínimamente implicara un sistema de convivencia democrática, como el sufragio universal, el pluripartidismo o la libertad sindical, los derechos individuales tales y como los entendemos dentro de un sistema constitucional, el estado de derecho y la separación de poderes. Y, por supuesto, el marxismo, el anarquismo y demás ideologías políticas de extrema izquierda eran absolutamente proscritas. No obstante, se las incluía dentro de un totum revolutum, dentro del mismo saco, sin establecer las evidentes distinciones entre ellas. Algo lógico, por otra parte, en la mentalidad simplista de los que fundaron el régimen, los militares africanistas, como hemos apuntado anteriormente.
Otro elemento ideológico que se defendió dentro del franquismo fue el nacionalismo españolista radical. Un españolismo que conllevó la eliminación de las lenguas autóctonas de los territorios periféricos de la administración, de la enseñanza y de las publicaciones oficiales a nivel cultural y de enseñanza, pero que a nivel económico implicó la asunción de medidas proteccionistas extremas, como fue la autarquía de los años cuarenta y cincuenta. Y era el ejército el garante de la defensa de la españolidad. Así, se seguía una línea iniciada con la crisis de 1898 y que continuó con la Ley de Jurisdicciones y con la Dictadura de Primo de Rivera.
Un elemento también muy importante y muy conectado con la tradición fue el catolicismo exacerbado. Un catolicismo que, según algunos autores fue tan radical por la persecución que sufrió la Iglesia dentro de la II República y durante la Guerra Civil. No obstante, hay que recordar que la jerarquía eclesiástica apoyó al poder establecido desde muy atrás, y que de alguna manera venía a personificar la dominación que sufrían las clases más depauperadas de la población. Recordemos que estamos hablando de una sociedad con muchísimas diferencias de clase, muy polarizada, y que estaba legitimada tal y como se había diseñado, por la jerarquía eclesiástica. No debe extrañar, por tanto, que ocurrieran hechos como la Semana Trágica de Barcelona de 1909, o la quema de conventos de mayo de 1931. De todas formas, lo que sí es cierto es que el régimen manifestó una clara preponderancia y una vuelta a los privilegios sociales e incluso jurídicos de la Iglesia.
Estas ideas básicas se plasmaron en muchas medidas legislativas y económicas, como la autarquía de los años cuarenta y cincuenta (con matices), las Leyes Fundamentales franquistas, la Ley de Represión de la Masonería y del Comunismo, la Ley de Responsabilidades Políticas, las leyes educativas, etc.
Respecto al problema histórico reflejado en las fuentes, el nacionalcatolicismo, que hemos incluido dentro del régimen del general Franco, el término fue acuñado por primera vez por el Padre Álvarez Bolado para designar la identificación que hacía el régimen de españolismo con catolicismo. Para otros autores, el término fue acuñado por católicos antifalangistas o por falangistas católicos, para acentuar la especificidad del régimen franquista y diferenciarlo del nacionalsindicalismo fascista o del nacionalsocialismo alemán. Pero sobre todo este término se usó en los años sesenta para diferenciar el catolicismo oficial, que apoyaba al régimen, del catolicismo disidente, que se enfrentaba a él.
La consecuencia de la identificación entre catolicismo y españolismo era muy sencilla: un buen español debía ser católico a la fuerza, y todo individuo no católico estaba faltando a la esencia de España, y por tanto estaba traicionando a la Patria. Así se recogía, por ejemplo, en el propio Preámbulo del Concordato con la Santa Sede de 1953, la primera fuente propuesta, cuando afirma que La Santa Sede Apostólica y el Estado español, animados del deseo de asegurar una fecunda colaboración para el mayor bien de la vida religiosa y civil de la Nación española […]. Por tanto, está haciendo referencia al bien del Estado español y de la fe católica como elementos indiferenciables e inseparables. Ello implicaba la radical confesionalidad del Estado, como se puede observar en su artículo I de dicho documento, Artículo I. La Religión Católica, Apostólica Romana, sigue siendo la única de la Nación española […]. Asimismo, como aparece en otros artículos, el Estado se comprometía a sufragar el culto y el clero, y proporcionaba a la Iglesia la capacidad de censurar publicaciones impresas y emisiones radiofónicas y televisivas. Evidentemente, la institución eclesiástica estaba recobrando un papel dentro del Estado que había perdido durante la II República, y que le confirió la capacidad de modelar conciencias e influir notablemente en la vida social de los españoles.
Pero, ¿cuándo empezó la Iglesia a adquirir este poder? No fue a raíz de la firma del Concordato, sino mucho antes. De hecho, como nos dice la segunda fuente, el texto de Julián Casanova, cuando fue imposible mantener la asociación entre el régimen y el fascismo, como ocurrió durante la primera parte de la II Guerra Mundial, el régimen decidió cambiar su imagen al exterior. Recordemos que desde la caída del III Reich en Stalingrado Hitler empezó a perder la contienda. Como consecuencia, Franco, aunque continuó manteniendo la División Azul como apoyo a los nazis, se desmarcó progresivamente de las potencias fascistas. Para ello, además de la adopción de la neutralidad como principio básico de política exterior en sustitución de la no beligerancia, empezó a designar miembros de la Iglesia para cargos importantes dentro de la estructura del Estado, y empezó a potenciar el aspecto católico del régimen. Era necesario, ante la eventual derrota de las potencias del Eje, dar una imagen alejada del fascismo para las potencias de Europa Occidental, que estaban regidas por regímenes más o menos democráticos.
Como consecuencia de este cambio de postura, a nivel oficial tuvieron lugar una serie de medidas que tenían como objetivo barnizar el régimen con una pátina de catolicismo. Así, aunque en 1939 se había restablecido la dotación del Estado al clero español, y pese a que el Gobierno en 1941 se comprometió a ayudar en la reconstrucción de las iglesias destruidas en la Guerra Civil, no fue hasta 1942 con la salida de Serrano Súñer del Gobierno cuando se empieza a constatar ya claramente el cambio de postura de la dictadura. Serrano Súñer, cuñado de Franco, era ministro de Asuntos Exteriores, y deseaba un acercamiento al III Reich y a Falange. Evidentemente, su presencia en el Ejecutivo, como la de muchos otros falangistas, implicaba que el régimen tenía un importante componente fascista. Interesaba dar otra imagen, y por ello, si exceptuamos al Ministerio de Trabajo y al Ministerio de Justicia, el resto cambió de manos de falangistas a los católicos. De esta forma entraron políticos católicos como Martín Artajo, que dieron al régimen una imagen de mayor liberalización, pero sin llegar, en absoluto, a una democratización de las estructuras políticas.
Paralelamente, a nivel de legislación, aparecían leyes fundamentales como la Ley de Cortes de 1942, el Fuero de los Españoles de 1945 (que en su artículo 6 expresaba la protección oficial del catolicismo), la Ley de Sucesión de 1947 (que en sus artículos 1 y 4 hablaba de un Consejo de Regencia y de un Consejo del Reino donde los eclesiásticos formaban parte importante), o incluso el Fuero del Trabajo de 1938, que ya hablaba en su preámbulo de la tradición católica del régimen franquista.
Estos elementos tuvieron como consecuencia la acentuación oficial del catolicismo del régimen. Pero no sólo a nivel institucional, puesto que este aspecto católico se reforzó desde antes del Concordato con otros elementos importantes. Por ejemplo, a las órdenes religiosas se les devolvió el estatus jurídico de que disfrutaban antes de que la legislación republicana les eliminase sus privilegios. Así, el Gobierno devolvió a la Iglesia el control de los cementerios y por ello volvió a separar los cementerios civiles de los canónicos. Pero, además, la Ley de Bases de la Enseñanza Media de 1938 obligó de nuevo a enseñar la materia de Religión en las aulas, y a tener muy en cuenta los preceptos religiosos a la hora de enseñar contenidos de otras áreas. Esto se amplió en 1945 con la Ley de Educación Primaria, que además confería a la Iglesia el derecho a inspeccionar lo que se impartía en todos los niveles de la enseñanza. Incluso la Universidad debía adecuarse a los preceptos religiosos. La enseñanza de la Historia, por ejemplo, debía desarrollarse teniendo muy en cuenta todo esto. Así, se imponía la idea de que el motor de la Historia no eran los intereses económicos y estratégicos, sino fundamentalmente los religiosos, se imponía como obligatorio el Catecismo Patriótico del padre Menéndez-Reigada en las escuelas, se reimplantaba el crucifijo en las aulas, se reintroducía el creacionismo como doctrina explicatorio del origen del ser humano…
A raíz de todo ello, no fue el Concordato con la Santa Sede el inicio del nacionalcatolicismo, sino que este elemento se estaba implantando desde hacía mucho antes. Pero, ¿qué fue en realidad el Concordato que aparece en la primera fuente propuesta, y qué significó?
En primer lugar, hay que destacar que el sistema de Concordatos había sido muy usado por la Iglesia católica desde mucho tiempo atrás. Consistía en una serie de acuerdos con un Estado en virtud de los cuales se les concedía ciertos privilegios, como el derecho de presentación o ciertos privilegios honoríficos, a cambio de la adopción de medidas oficiales a favor de la Iglesia católica, como una dotación del Estado para la celebración del culto y para el mantenimiento del clero.
En segundo lugar, recordemos el aislamiento al que estaba sometido el franquismo tras el final de la II Guerra Mundial, cuando se le denegó la entrada en los organismos internacionales más importantes, como la ONU, así como la ayuda necesaria para la reconstrucción de Europa, como el Plan Marshall. El régimen necesitaba dar una imagen de cierta liberalización, como ya hemos afirmado. Para ello decidió dar un claro protagonismo a los elementos católicos del país, ya que uno de los partidos políticos que había ayudado a la recuperación de Europa en aquellos momentos habían sido los partidos de carácter democristiano. No es que en España se respetaran otros partidos más allá del Movimiento Nacional, sino que, como dice el texto de Julián Casanova, había que dar cotas de poder a la familia católica del régimen, puesto que dentro del franquismo no existía el pluralismo político oficial, pese a que a nivel extraoficial todos supieran muy bien qué diferentes corrientes coexistían dentro del sistema. Y los falangistas debían quedar fuera.
Este fue el ambiente más propicio para lograr la firma de ese Concordato que de cara al exterior iba a plasmar la importancia que tenía no sólo la religión católica, sino el clero católico, dentro del sistema político y social franquista. Un Concordato que culminaba una larga historia de acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede y que ayudaba a incluir a España en la escena internacional. No obstante, como ya hemos señalado, ya había habido con anterioridad ciertos intentos de acercamiento entre el Estado español y el clero que habían facilitado y anticipado la firma posterior. Además de la promulgación de ciertas Leyes Fundamentales del franquismo, como pasos previos a la firma del Concordato se pueden citar la ley de 2 de febrero de 1939 que anticipó la confesionalidad del nuevo Estado franquista y que derogaba la legislación tolerante en materia religiosa de la II República. También destaca que en 1941, el 7 de junio, el Estado español logró del Papado el derecho de presentación de candidatos para cubrir las sedes episcopales que hubiesen quedado vacantes, y en 1946 el Estado español concedió subvenciones a diferentes seminarios y universidades de estudios eclesiásticos.
Con todo ello, en 1951 se llegó a un proyecto de Concordato que sustituiría al de 1851, que había estado vigente durante la época isabelina y la Restauración, pero que se había suspendido durante la II República. El nuevo proyecto fue preparado por el embajador de España en el Vaticano, Joaquín Ruiz Giménez, aunque él no lo firmaría, ya que fue designado ministro de Educación Nacional. Quien lo firmó fue Martín Artajo, uno de los católicos más relevantes del franquismo, en la línea de lo que Julián casanova, en su texto en las líneas 6 y 7 defiende.
Como resultado final de las negociaciones tuvo lugar la firma de un documento compuesto por 36 artículos y un protocolo final que consagraba la oficialidad del catolicismo, ya que el Estado franquista eximía de pagar impuestos a la Iglesia (artículo XX), se comprometía al mantenimiento del culto y del clero, subvencionaría la construcción de edificios religiosos e indemnizaría a la Iglesia por las desamortizaciones desarrolladas durante la revolución liberal (artículo XIX), o por ejemplo facilitaría la enseñanza de la religión católica en los diversos niveles educativos, tanto en la pública como en la enseñanza privada (artículos, del XXVI al XXXI). Por tanto, este documento materializaba y consagraba lo que ya se estaba practicando dentro del país, pero a nivel oficial de cara al exterior, con lo que el régimen ofrecía una imagen menos fascista y más católica, muy útil sobre todo teniendo en cuenta, como ya hemos afirmado, que en Europa Occidental los partidos políticos pertenecientes a la Democracia Cristiana estaban siendo muy importantes para la recuperación de los sistemas políticos de los diferentes países europeos. Así el franquismo mostraba que había más similitudes que diferencias y mostraba su candidatura a entrar en los diferentes organismos internacionales.
Pese a todo esto, hay autores que defienden que este Concordato no fue tan importante para la apertura exterior, sino los acuerdos con Estados Unidos, firmados ese mismo 1953. Además, tampoco implicó una verdadera liberalización del régimen, como más adelante veremos.
Más adelante, los principios plasmados en este Concordato fueron ratificados en leyes como la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, en su principio II, redactada por otro católico, Laureano López Rodó, otro ejemplo de lo que plantea la segunda fuente.
Respecto al nacionalcatolicismo imperante en el período franquista y que aparece plasmado en las fuentes propuestas, debemos destacar que esta ideología no es exclusiva de este régimen, sino que viene de antes. De hecho, algunos autores defienden que tiene su origen en la Contrarreforma del siglo XVI. Otros plantean que en realidad tiene su origen en la reacción contra el régimen secularizador que intentó implantar José I con el apoyo de Napoleón tras 1808, pero principalmente del tradicionalismo carlista y del doctrinarismo conservador de autores como Donoso Cortés en el período isabelino.
La identificación entre nacionalismo español y catolicismo seguiría en la Restauración con Menéndez Pelayo, aunque el tradicionalismo carlista entraría en crisis. Este pensador estableció una relación directa y una identificación muy fuerte entre españolismo y catolicismo, siguiendo la línea marcada por el doctrinario Donoso Cortés. Asimismo, en este período Eugenio d’Ors continuó la línea de Menéndez Pelayo.
En la II República, la identificación entre catolicismo y españolismo fue continuada por la revista Acción Española, así como por pensadores como Ramiro de Maeztu, quien calificó como ajenos al espíritu español ideologías políticas de izquierda como el socialismo y el anarquismo, pero también el liberalismo. Por ello, cuando estalló la Guerra Civil ya había un precedente intelectual sobre el nacionalcatolicismo. Los sublevados el 18 de julio de 1936 tenían unos referentes a los que echar mano. Y así, en agosto de 1936, antes incluso de que Pío XII apoyara el levantamiento franquista, Tomás Muñiz, obispo de Santiago de Compostela, ya hablaba de la Guerra Civil como cruzada contra las ideas extranjerizantes invasoras, ejemplificadas por el régimen republicano.
En septiembre de 1936 se publicó, en la línea de lo anterior, una pastoral del obispo Pla i Deniel que afirmaba que el catolicismo ya existía en el pueblo español cuando se levantó contra los franceses en 1808, pero que había sido postergado por la legislación extranjerizante de las Cortes de Cádiz. Esta idea fue reforzada en 1937 por el cardenal Gomá, quien en febrero de 1937 publicó una pastoral titulada Cuaresma de España.
Por todo ello, podemos afirmar que el problema histórico planteado por las fuentes no fe, de ningún modo, originado por el Concordato con la Santa Sede, sino que incluso no era exclusivo del franquismo, ya que tenía antecedentes anteriores muy importantes.
Por otra parte, dentro del franquismo esta identificación entre catolicismo y españolismo no fue aceptado por toda la Iglesia, sino que hubo muchas disensiones. Entre ellas cabe destacar la actitud de obispos como monseñor Múgica, de Vitoria y Vidal i Barraquer, de Tarragona, que no llegaron a firmar la Carta colectiva de los obispos a favor del alzamiento de julio de 1937. Más adelante, el cardenal Gomá en una pastoral de septiembre de 1939 mencionó la supremacía del individuo sobre el Estado y la libertad de elegir de los católicos. En esta línea de oposición de la jerarquía eclesiástica al nacionalcatolicismo hay que citar la actitud del cardenal Segura, arzobispo de Sevilla, opuesto a que Franco entrase en lugares sagrados bajo palio, como hacían los monarcas españoles, y llegó incluso a amenazarle de excomunión, o incluso el obispo de Valencia, monseñor Olaechea, que llegó a no votar en el referéndum de 1947 y a pedir a sus feligreses que no lo hicieran, puesto que no estaba de acuerdo con el derecho de presentación y la capacidad del Gobierno de intervenir en la designación de los obispos.
Otros elementos dentro del régimen opuestos al nacionalcatolicismo fueron los falangistas más puros, que deseaban la implantación de un régimen fascista con ausencia de la Iglesia en las estructuras de poder del Estado. Por tanto, defendían una postura más laica que la que defendían ciertos jerarcas de la Iglesia, que, como hemos visto antes, no aceptaban la intromisión de los gobernantes en los asuntos eclesiásticos. En este caso los falangistas más puros defendían, claro está, una censura, pero ejercida desde la ideología falangista, no por los obispos para defender la doctrina católica.
Además, el Concilio Vaticano II contribuyó a crear una corriente de opinión opuesta al nacionalcatolicismo dentro de la Iglesia. Este Concilio desechó la práctica existente hasta entonces de acordar derechos de presentación de los obispos en los Concordatos firmados con Estados católicos. Por ello, en España se creó la figura de los obispos auxiliares, designados por el Vaticano sorteando la injerencia del Estado español, para contrarrestar el control del Estado franquista sobre la Iglesia. Pero no sólo en este aspecto. En muchos otros Franco no estuvo de acuerdo con el Concilio, ya que defendía la libertad de elección de los creyentes y se molestó enormemente cuando Pablo VI fue elegido Papa. Obispos muy relacionados con el Concilio como el cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal desde 1972, fueron muy importantes para el desarrollo de la Transición a la democracia.
Otros elementos opuestos dentro de la Iglesia al nacionalcatolicismo fueron los sacerdotes de base, los párrocos de parroquias de barrios obreros y marginales, que no compartían las ideas del régimen y que adoptaban una postura muy diferente ante los problemas de la sociedad, tras releer los evangelios. En varias encuestas muchos de ellos se manifestaban en contra de la identificación de catolicismo con españolismo, a favor de la libertad de elección y a favor de un cierto socialismo.
En línea con estos sacerdotes, en España había un movimiento muy importante de apostolado obrero que clamaba contra las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores. De esta forma, adquirieron un papel muy importante en las huelgas de 1951 y 1956. Era el caso de las Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC), o las Juventudes Obreras Católicas (JOC), que desde los años cuarenta desarrollaban una importante labor a favor de los trabajadores llegando incluso a participar abiertamente en las huelgas de Asturias de 1965, o la editorial ZYX, fundada en 1963, que establecía un interesante contacto entre el catolicismo y la reivindicación social, aunque no se les puede calificar de revolucionarios. No obstante, en los setenta muchos de ellos evolucionaron abandonando el apostolado e ingresando en movimientos de extrema izquierda, como diferentes movimientos de carácter maoísta.
Dentro de una oposición católica más moderada, en 1963 apareció la importante publicación Cuadernos para el Diálogo, fundada por Joaquín Ruiz-Giménez, que sería un importante vivero de intelectuales católicos opuestos al régimen de Franco. Caso del FLP, de la revista El Ciervo, etc. Muchos de ellos ayudaron a crear movimientos de oposición al franquismo y, desde corrientes próximas a la Democracia Cristiana, desembocaron en diferentes movimientos socialistas.
En otra línea opositora habría que hablar de los sacerdotes de ideología nacionalista, como los catalanes y los vascos. El caso de éstos últimos es muy paradigmático, ya que algunos sacerdotes vascos ayudaron enormemente al desarrollo de ideologías nacionalistas radicales, como ETA, facilitando cobertura y pisos francos. Incluso en el Proceso de Burgos de 1970 la Iglesia estuvo implicada en los acusados.
De todo lo dicho se deduce que el problema histórico planteado por las fuentes, el nacionalcatolicismo, ni era exclusivo del franquismo, ni fue tan importante para la apertura exterior, ni implicó a todos los católicos. Importantes movimientos de oposición desde dentro del catolicismo facilitaron enormemente la caída del régimen, ya que estaban incluidos en todos los movimientos opositores, desde los más radicales a los más moderados, pasando por los nacionalistas. De hecho, para algunos autores la Transición política fue posible porque, entre otros factores, la Iglesia ya había hecho su transición desde mucho antes.
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